Había dos enormes jacarandas en el patio de mi niñez. Había un árbol de peragua, tres de mango, diez de níspero, como cuatro de guayaba o de cas. Con los brazos abiertos yo abarcaba apenas un cuadrante del tronco del primer jacaranda. En la niñez todo es enorme, en la madurez más aún. En la niñez porque uno es pequeño, en la madurez porque ni modo, todo es enorme.

lunes, 23 de diciembre de 2013

¿Clásico, clásica?



Rodolfo Arias Formoso

Ha sido un espejismo reiterado: creer que todo se resolvió....

¿Qué siente un inglés en un momento solemne (digamos un entierro) al oír una gaita? ¿Qué siente un argentino en una ocasión festiva (digamos asado y vino) al escuchar un bandoneón? ¿Qué siente un costarricense en un día típico (digamos la feria del agricultor en Zapote) al oír una marimba?
Lo que sea que sientan está enraizado en su identidad cultural, y ni el inglés me va a decir a mí que la gaita suena mejor que la marimba, ni ninguno de los dos le va a decir otro tanto al argentino, sobre todo a él... Son cosas que no se pueden comparar; nadie en su sano juicio reclamaría superioridad de una sobre otra.
Y, sin embargo, la violación de esta obviedad está detrás de un término con el que siempre me he llevado mal: “clásico”. En particular, contra la denominación de “clásica” que se suele dar a la música compuesta mayormente en Europa, entre los siglos 17 y 19, y para las aristocracias de ese continente, con pleno error llamado “el viejo”.
Clásico: del latín classicus, perteneciente a una clase, de carácter superior y que debe ser tomada como modelo. Clásico: digno de imitación. Sinónimos: “culto”, “docto”.
Ya don Henry Ford opinó hace un siglo que el modelo “T” era todo lo que se necesitaba, y que se seguiría haciendo en cualquier color, siempre que fuera negro. Ya don Rudyard Kipling había por ese mismo tiempo borrado con el codo lo que tan bien hacía con la mano, al afirmar la justeza y razón del imperialismo británico. Y mucho antes de ellos, el gobierno de Pericles había dado luz a la “Grecia clásica”, y luego los romanos habían proclamado la “Pax”, supuesto período eterno de estabilidad y culminación.
Ha sido un espejismo reiterado: creer que todo se resolvió, que somos los mejores, que el modelo obtenido ya no admite ajustes. Hace pocos años un reputado pensador gringo-japonés, Francis Fukuyama, redactó un ensayo llamado “El fin de la historia”. La esencia: que la discusión política se terminó, forever-and-ever, porque el capitalismo neo-liberal triunfó.
Y no: por casualidad no. La economía se llevó un tropezón durísimo hace poco. Y el cartesianismo Greenwich-Ecuador (norte-sur-este-oeste) retrocede ante la emergencia de otros ejes y otros laberintos. Por eso no quiero saber nada de cosas “clásicas”. Lo siento con fuerza mientras me reclino, café en mano, para escuchar mejor la rapsodia número 11 de Liszt. Lo trashumante y gitanesco convive allí con lo íntimo y trascendente. Está muy claro: él no es clásico; como otros, logró la universalidad. 

Nota del 23 de diciembre de 2013: publiqué en http://www.youtube.com/watch?v=fM6YFXTcPhA&feature=youtu.be un collage de música; la intención, no tan subrepticia, es insistir en la tesis que esbocé en este artículo. Fue publicado allá por mayo del 2010 en Tinta Fresca, La Nación.

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