Había dos enormes jacarandas en el patio de mi niñez. Había un árbol de peragua, tres de mango, diez de níspero, como cuatro de guayaba o de cas. Con los brazos abiertos yo abarcaba apenas un cuadrante del tronco del primer jacaranda. En la niñez todo es enorme, en la madurez más aún. En la niñez porque uno es pequeño, en la madurez porque ni modo, todo es enorme.

domingo, 13 de mayo de 2012

A siete por peseta.



Había una gran tapia (sigue allí), alta quizá hasta tres metros, que nos separaba a los Arias de los Jiménez. Del quién, del cuándo y del por qué de esa tapia creo tener una idea bastante clara, pero no voy a contarlo. Habría que esperar hasta la intrépida inmortalidad de la adolescencia para que árboles y escaleras resolvieran el problema, o bien la prosaica solución de dar la vuelta por la acera y aprovechar los portones sin candado, normales en la época.
Pero allá por el 66 o 67, cuando sucedió lo que aquí reseñaré, los Jiménez (Alex, Juan León, Alonso y Ronald, o bien sus hermanas Priscilla y Enid) aun no eran parte de mi mundo. El viejo patio de la casa de mi abuela se extendía hacia el este, y los Jiménez colindaban por el norte. Uno pasaba los jacarandás, seguía por un pedacito de cafetal (cuya exigua cosecha se secaba, un año sí y el otro también, encima del techo de cuartillo; quizá algún día dedicaré unas líneas a ese cuartillo y a don Chente), brotaba a la calle del rastro (matadero), donde hoy la presa en horas pico es de cientos de carros, y ahí, salidos de Barrio Fátima (una sola calle, pobre, casi marginal), aparecían los amiguillos. Recuerdo a los Carmona, los Vargas (hijos de Richard), a otros que les decían los “Pierde Gente” y, para lo que hoy me ocupa, a los Alpízar. Jugábamos futbol en las placillas –solares abandonados- o en la misma calle: enredo de macollas, piedras y tierra, sin pavimento. Ahí los habré conocido: Carlos, el mayor, Luis, el segundo. Una marimba, baby marimba boom. De Luis me hice muy amigo, de Guardo y Rodolfo (esos no sé qué apellido serían) también. Rodolfo, el tocayo, quiso años después que armáramos una banda de rock, cuando a mí me había dado un poco por las teclas y tenía una organeta, pero eso también quedará para otro momento.  
Luis, iba diciendo, se hizo muy amigo. Ahora ambos iremos llegando a los sesenta, y tengo media vida de no saber de él. Lo he buscado en Facebook, pero no, no está. Más tarde Alex Jiménez lo bautizaría como Dolor de muelas. Luis sonreía apretando los labios, con la boca torcida; era tímido. Y suave, de buenos modales, fiel. Siguió llegando a visitarnos a la casa durante muchos años. Mi madre y él se querían mucho.
¿Por qué decidimos ir a conocer la Piedra de Aserrí aquél día? ¿Lo habré propuesto yo, será que ya desde entonces, a mis escasos diez años, quería subir montañas? ¿Sería sábado, domingo? ¿O más bien habría algún congreso de maestros y por eso no tendríamos escuela? Qué me voy a estar acordando ahora. Pero sí sé que salimos de muy buena mañana. Veinte centavos costaba el bus de Moravia hasta San José; treinta el de San José hasta Aserrí. Con un colón – una caña – teníamos para ida y vuelta. Qué lindo, un pueblito de montaña, Aserrí, uno de los pocos que salvó su denominación india de la masacre de nombres que hizo la iglesia católica a fines del siglo diecinueve, cuando todos los caseríos y aldeas pasaron a llamarse – ad líbitum – San Rafael, San Miguel o San Pedro o lo que el cura del lugar se le ocurriera escoger en el santoral.
Unos sanguchillos con pan de bollito, un par de mangos o guayabas cogidos del patio, una sueta. ¿Mochila? No, yo no tenía. Un tieso bulto de cuero de El Caballo Blanco, la tradicional talabartería de Moravia, y pare de contar. Pero era para la escuela, solo para eso. De hecho las mochilas al estilo “jansport” no existían, creo. La sueta uno se la amarraba a la cintura. Le quedaba como un frac en el trasero. Un fracasillo. Torcidillo, azul oscuro, estirado. Tal vez la de Luis era a cuadros. ¿De tomar? Nada. Una coca o una fanta eran objetos de lujo, reservados para una salida al año que mi abuelo organizaba a un buen restaurante. O tal vez para el paseo (también anual) a la playa.
Sí subimos hasta la piedra, de eso estoy seguro. Enorme, qué piedrota. Y fuimos a la cueva de la bruja Zárate. Yo todavía no era ateo y por ende creía en la posibilidad de que en efecto hubiera habido una vieja bruja en tiempos coloniales, recluida en ese húmedo y oscuro agujero. Deglutir el sanguchillo, darle camino al mango y la guayaba, buscar un poco de agua, observar San José (el pequeño San José de hace medio siglo) reverberar bajo el verano, allá en el valle. Qué tuanis. A lo mejor fui yo quien sugirió regresar desde la piedra hasta el centro de Aserrí “por dentro”, como dicen los campesinos, vale decir por potreros y trillos, y no por la calle, por entonces ya pavimentada, que sube hacia Tarbaca y prosigue hacia Vuelta de Jorco y San Ignacio.
Una de las pocas ventajas de las iglesias católicas es que sirven para que uno se oriente si anda por ahí en el campo. Veíamos las torres del campanario, cuidándonos de no pisar una boñiga. Ya cerca del pueblo se acabó el potrero. Pasaba un camino, y había una casa. Una vieja casa de madera, a lo mejor sin pintar. Pero lo que era de verdad maravilloso era el naranjal. Caramba: un naranjal exactamente en el punto cumbre de su cosecha, de su verano. Los naranjales tienen su verano, su pasión, que suele andar de la mano con el sol.
Apareció un perro, o dos, y una señora o dos. No, mentira: sólo una señora, que tranquilizó a los perros más por costumbre que por necesidad, porque ellos estaban de buenas con Luis y conmigo. Hola chiquitos, cómo están. Bien, ¿y usted? Bien, gracias, ¿qué andan haciendo? Diay… venimos de la piedra, andábamos paseando. Ah… ¿y de dónde son? De Guadalupe, Barrio Fátima. Ah, sí, yo no conozco por ahí.
El diálogo se fue solo, resbalado. Ninguna desconfianza podía estorbarlo. ¿Me regala una naranja?, pude haber preguntado de repente. Claro, debe haber dicho ella, alzando un brazo para bajar una. ¿Y no nos vendería?, acaso preguntó Luis. Sí, súbanse, pero no maltraten el palo, cójanlas con cuidado. ¿A cómo, señora? Diay, no sé, si es que ahí se pierden de tantas que son, vea qué cosechón, llévelas si quiere a siete por peseta.
Si el pasaje de ida y vuelta costaba un colón per cápita, es posible que hayamos andado unos centavitos de holgura, quizá veinte o treinta más. No puedo acordarme de los números, por supuesto, pero sí retengo que con los pases de Aserrí, más ese poquillo adicional,  daba para un montón de naranjas. Acordamos irnos a pie hasta San José, y empezamos a bajar naranjas. Uno se subía al árbol y el otro apañaba las que el mono tiraba.
Seguro que la doña ni contó cuántas cogimos. Lo que sí es cierto (lo estoy viendo) es que las dos suetas fungieron de repente como hatillos. No las llevábamos al extremo de una varilla,  sino que agarradas de las mangas, a la espalda. Cada uno con una veintena de preciosas esferas anaranjadas (exagero: las naranjas en Costa Rica no son tan anaranjadas), olorosas a tonto. No sé por qué, pero un amigo –años después – dijo en cierta ocasión que las naranjas huelen a tonto. Yo pregunté la causa y me respondió: ¡porque los tontos se untan todos cuando comen naranjas! Una de esas babosadas que después no se olvidan.
¡Con qué facilidad toma uno, a los diez años, la decisión de gastar “los pases” en naranjas! Me río mientras lo escribo. Me río porque la felicidad que predominó aquella tarde mientras bajábamos hacia Desamparados, y luego de ahí hacíamos el trecho hacia la capital, aún está ahí, intacta, dándole un buen platillo a mi memoria.
Lo mejor de todo es que no tengo el recuerdo de que me doliera la espalda, de que se me hicieran ampollas en los pies o de que mi madre me regañara a la vuelta por haber tardado tanto en el paseo. Es más, no recuerdo qué pasó con las naranjas, qué me dijeron cuando me vieron entrar con el cargamento a la espalda, si la hazaña tuvo reconocimiento.
Lo que sí tengo fresco, y quizá ahora más que antes (esas compensaciones que parece ir teniendo mi joven vejez) es la imagen continua, estirada como un larguísimo tobogán hecho con la luz de la tarde, del camino de vuelta hacia San José.
Me suelen decir cuando me pongo medio nostálgico que entonces no había tal Arcadia, que la idealización está en uno, que si pudiera regresar en el tiempo lo vería todo muy distinto. Yo estaría de acuerdo, en principio, y parece lógico. Pero nada logrará que yo borre del recuerdo las sensaciones de ese trayecto. Había verdor por todas partes. Cafetales a diestra y siniestra, casas separadas su trecho una de la otra salvo, claro está, al llegar al siguiente barrio: San Rafael abajo, Juncales, San Francisco, la Y Griega.
Había, hubo, zacatales a la orilla del camino, ojalá una piedra grande esperándonos para hacer una pausa. ¿Cuántas naranjas nos comimos de camino? ¿A quién le hablamos? ¿Cuánto duramos en llegar hasta el parque Morazán, de donde salían los buses de Guadalupe y Moravia? ¿Cuántos habrán comentado “pobrecitos esos chiquitos, cargando esas naranjas”?
Será cuestión, supongo de volver un día de estos a la Piedra de Aserrí. Capaz que me los topo, a esos dos chiquitos, y les doy un beso en la frente a cada uno.

No hay comentarios:

Publicar un comentario