Había dos enormes jacarandas en el patio de mi niñez. Había un árbol de peragua, tres de mango, diez de níspero, como cuatro de guayaba o de cas. Con los brazos abiertos yo abarcaba apenas un cuadrante del tronco del primer jacaranda. En la niñez todo es enorme, en la madurez más aún. En la niñez porque uno es pequeño, en la madurez porque ni modo, todo es enorme.

martes, 8 de mayo de 2012

El lenguaje popular y sus verdades


(Reflexiones en torno al lenguaje popular en la narrativa contemporánea, con referencias a mi propio trabajo)
Rodolfo Arias Formoso
Conferencia en Facultad de Letras y Filosofía
14 de marzo, 2012
Escuché decir en cierta ocasión que una buena conferencia es como una minifalda: lo suficientemente corta como para mantener despierta la atención, y lo suficientemente larga como para cubrir el tema. Aquí, hago la prevención, tengo el problema de no saber con certeza cuál es el tema: ergo la minifalda podría quedar demasiado corta y no cubrirlo adecuadamente, con lo cual él –el tema, yo no, por suerte – podría sufrir de una peladura impropia.
Y esta no es, con todo, la única advertencia que debo hacer. Los prevengo, por una parte, de que vez en cuando usaré conceptos y términos propios de la lingüística, de la sociología y hasta del sicoanálisis, siendo que mi formación con costos fue en computación e informática. Ahí perdonen cuando me pare en una cáscara de banano. De mi lado tengo, para no sentirme tan solo, a Isaac Asimov, quien cierta vez escribió un célebre ensayo sobre la mujer: “Indecisa, coqueta y difícil de complacer”. Pese a lo irritante, y en este sentido engañoso, del título, fue alabado por los movimientos feministas en aquella época (años 60). Eso sí, recibió un cortés señalamiento de una antropóloga, la Dra. Charlotte Krush, en el que le indicaba cómo había simplificado espantosamente los supuestos sobre los que construyó su análisis, hecho que el propio Asimov reconoce en una nota al final de texto. Por otra parte, acudiré a mi trabajo, principalmente la novela “El Emperador Tertuliano y la legión de los superlimpios”, en la búsqueda de ejemplos y puntos de referencia para las distintas ideas que pretendo desarrollar. Tengo claro que usarse de ejemplo es del peor gusto, pero me parece que era parte del trato que hice con mis amigos, Roberto Fragomeno y Annette Calvo.
Sé que me toca hablar de lenguaje popular, escudriñar sus verdades desde mi experiencia como escritor y como oidor, quiero decir como alguien que escucha (no como juez o magistrado, pero suena tuanis “oidor”), acotada la exploración en alguna medida a la literatura nacional y, con mayor especificidad, a la mía. Sentir, de una parte, que no sé que es lenguaje popular, y de otra que no sé cuáles escoger, de entre la amplísima gama de sus manifestaciones, en donde yo pudiera recoger (como quien junta piedritas o flores) aquéllas que admitan con soltura algún predicado booleano que me retorne con certeza el valor “verdadero” me pone en la picota, o sea que estoy metido en un clavo, camisa de once varas, berenjenal, colocho, torta, bochinche, o tanate.
No sé qué es lenguaje popular. No sé qué es popular. No sé qué es pop. Y eso que cierta vez fui “cantante pop británico”, profesión u oficio que usé para registrarme en una hoja de control, en GBM, antigua IBM, antiguo Paseo Colón. Lindo, era, el Paseo Colón. Tenía casas, gente que paseaba, gente que tenía el colón, cuando tener colones era algo. Casotas, de cafetalero, de comerciante, imagino, sí, el viejo Paseo Colón. Fui, en aquella época de no muy buenas vibras, Consultor Externo de GBM y tenía que llenar un bostecísimo registro donde se me pedía, entre otros datos, la profesión u oficio. Prócer, Magnate, Tuerce Penes. Un amigo que trabajaba en el Servicio Civil, estadístico, estaba elaborando por esos años una clasificación actualizada de trabajos, y encontró ese, Tuerce Penes. Tratábase de un güevón que se coloca debajo del toro y se la tuerce para que el bicho deposite el semen en un receptáculo adecuado y no en la vaca que él cree estar poseyendo. Pero es mentira: nunca fui tuerce bates. Sí me llamé Miguel Ángel Buenanoti o Jacinto Buenagente, Judas Scaglietti o Edgar Allan Porras. Pero sin sobrepasarme, que conste.
Estaba, y lo sigo estando, en absoluto seguro de que nadie revisaría esos eternos listados de prójimo que entraba y salía. Cuando uno ve una masa caer pelota a pelota, vale decir persona por persona, en una recepción o en un ascensor o abordar una escalera, como sucedía ahí, cabe siempre preguntarse: ¿cuál de estos bípedos es “pueblo” y cuál se exime de tan rasa condición? Por ello, ¿cuál habla es lenguaje popular y cuál es lenguaje impopular, epipopular, suprapopular o metapopular? ¿Quién es un Tertulio, un anti tertulio, un recontra, extra o mini tertulio?
Con la palabra “pueblo” sucede algo tan peligroso-desagradable como con la palabra “gente”. Aquélla, en manos del político, ésta, en manos del ciudadano que, o bien no está en la base de la cadena alimenticia, o bien es un arribista de rompe y rasga. Suele, dicho de paso, designar a todo aquél de condición en alguna medida inferior a la del sujeto de la frase. “Ay, la gente sí que es ignorante…”. “Como dice la gente…” Gente = “el inmenso océano de la estupidez humana” (Esta última se la leí al paladín de la cultura nacional, Jacques Sagot).
Voy a intentar ponerlo en términos lógico-matemáticos, a sabiendas de que ante ustedes quedaré como si un lingüista viniera a la escuela de Computación a formular el algoritmo de Euclides para encontrar el máximo común divisor, que es el primer algoritmo que uno enseña a los estudiantes de esa carrera (y no me lo pregunten porque ya se me olvidó…)
Sea G el conjunto de personas que constituyen “la gente”:
            G = {x | CS(x) < CS(y)}, donde y es quien elabora la proposición, y CS es la medida (inevitablemente antojadiza) de la condición social del sujeto.
De lo anterior, podríamos inferir que lenguaje popular, LP, es aquel conjunto de signos lingüísticos s empleados por “la gente”.
            LP = {s |  g  G  para el cual  s  H(g)}, donde H(g) es el habla de g.
En palabras más simples:
·         El lenguaje popular es el que habla “la gente”.
·         Es decir, el lenguaje popular es el que hablan las personas de condición inferior a la mía.
·         Es decir, para que yo identifique una criatura social llamada “lenguaje popular”, debo presuponer la existencia de élites que no lo hablan.
·         Si no las hubiera (esas élites), “lenguaje” y “lenguaje popular” serían la misma entidad.
Ahora bien, si a mí nadie me pidió que definiera “lenguaje popular” pero yo me busqué una definición (no había en Wikipedia, mi brújula en el ciberespacio…), y si debo escudriñar sus verdades en un terreno que en apariencia he andado (la literatura), debería cometer una fechoría similar en cuando a la definición de ésta. Pero no se preocupen, no lo haré. Me quedaré en las preguntas: ¿Qué sí será y qué no será?, ¿Quién la hace, quién la deshace? ¿Quién la imprime y la vende? ¿A partir de cuál momento adquiere alguien el derecho de llamarse escritor?
Yo, el burro en lancha adelante para que no se espante, puedo ponerme de ejemplo. Cuando terminé mi primera novela, “El Emperador Tertuliano y la Legión de los Superlimpios”, recibí serias exhortaciones al respecto. “Así no es una novela, máe, usted no tiene la menor idea de lo que es una novela, y no se agüeve, pero usted no es un escritor, no sabe nada de eso”. Esa fue la opinión del que agregó la entrada “tuerce rieles” a la clasificación ocupacional. De paso, él proveyó desde la así llamada “vida real” muchos elementos para la armadura del Emperador Tertuliano. “Por respeto a Rodolfo, al que quiero mucho, al igual que a su familia, no voy a publicar ningún comentario”; me dijeron que dijo el por entonces Director del Semanario Universidad. “Mirá, Rodolfillo, eso no te lo va a leer nadie, salvo algún excéntrico, tal vez…”, opinó mi viejo y queridísimo maestro, Joaquín Gutiérrez Mangel.
Fuere como fuere, lo cierto del caso es que yo sí había leído algo, sí había garrapateado algunas cosas y sí me sentía con ánimo de seguir intentándolo. Me había llamado la atención la ausencia de signos de puntuación y la reiteración de nombres majaderos, seudo-nombres al fin y al cabo, en “Oficio de Tinieblas 5”, de Cela, o la sutil caracterización del personaje a través de su discurso y no a través de las descripciones y opiniones del narrador, que tan fuerte se siente en “El Extranjero” de Camus, por citar un caso.
“Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer”.
La única preocupación que se expresa en este monólogo interior, frente a un suceso capital (la muerte de la madre) es la posible fecha del deceso. Y será a través de esas “omisiones” que el gran narrador francés expondrá la sicopatía de su protagonista. Este aspecto me impactó desde la primera vez que tuve contacto con “El extranjero” y, si bien yo era un narrador omnisciente en “Tertuliano”, quise presentar los hechos y datos de la historia con la menor cantidad de juicios de valor que fuera posible:
“El Típico Calvo con Bigote presta plata al diez por ciento flat mensual y ya se ha quedado con la radiograbadora y el cepillo eléctrico de Vespasiano por aquello de la Vespa llamado Flavio y apodado Tito”
 “Lo cierto es que Papito Rich y su nuevo novio salieron antes de que el otro les arriara se montaron en el be eme se empujaron un par de anfetaminas encendieron un puro y se mataron al dar una vuelta en la autopista de Escazú
Se me ocurre pensar, tantos años después y ahora con hija siquiatra y sicoanalista (esto último en ciernes, ¡la pobre también gusta de las camisas de once varas!), que en esta aproximación al fenómeno de la narración hay un paralelismo con las ideas de don Sigmund: si es desde la simetría del diván, donde el paciente y el médico interactúan, o tratan de interactuar, desde un mismo plano (por oposición a la asimetría del paciente malo-enfermo-culpable-equivocado frente al médico sabelotodo-curador-admonitorio-ejemplar) donde el análisis-hallazgo, la búsqueda-extirpación puede darse, es asimismo la simetría del narrador con su personaje (por oposición a la asimetría del narrador que a través del personaje demuestra una tesis, digamos política, con personaje soldadito-de-plomo, con personaje visto como vehículo para la “demostración” – sea ésta cual sea –, siendo una posibilidad, de suyo apetecida, la demostración de la “gran prosa” del narrador) la plataforma desde la cual lograre una caracterización más intensa y veraz, o convincente o risible (todo es posible) del personaje y por ende de la narración.
Y, del mismo modo que en el diván, de espaldas a su narrador-sicoanalista, el paciente-personaje se (auto) descubre, así el develar de la  identidad del personaje se consigue, empujón por empujón, cita tras cita (con lo caras que son las citas de sicoanálisis…), desde su propio discurso y no desde el discurso del narrador. Ergo, desde su lenguaje (popular, según debatiremos más adelante) y no desde lo que sobre él diga el narrador.
A mí el asunto de la identidad, y a su lado el de la autenticidad, me asusta menos de lo que me intriga, me hace más gracia de lo que me estremece. Con todo, alguna vez dejé caer al respecto unas pocas líneas en lo que malamente podría haberse llamado poema y que, como muchos otros de su estirpe, metí de contrabando en el “Tertu”:
Un terror profundo
nostálgico
terror avergonzado
de que un día de tantos aparezca
alguien demasiado sagaz
y me pregunte
mirá de veras ése sos vos

Pero permítaseme la reiteración: lo del terror dejó paso al juego, a la sonrisa, desde hace mucho tiempo. Bastó envejecer, así de simple. Y bastó, ello menos simple, viajar un poco.          
En Uruguay yo era “Arias”, y el trato, restringido al mero apellido, era de respeto. Lo supe recién llegado a mi departamento, cuando el vecino de al lado me toca la puerta y se me presenta como “Sanguinetti”.           Voz muy ronca, olor a tabaco y vino, a parrilla. En Nicaragua yo era “Rodolfito”, para la Dra. Glenda Ramírez, quien veía por la ventana del edificio de la Asamblea Legislativa, uno de los pocos que quedó en pie luego del terremoto de Managua en 1972, preocupada porque cuando la tarde está ventosa “el lago hace alardes”. Este recuerdo se me anuda con otro, el del amigo Virgilio, consultor dominicano, quien miraba chispear al Caribe en pleno verano desde su persiana de un cuarto piso, suspiraba y giraba hacia el interior de la oficina, como buscando apoyo, su encéfalo de chocolate amargo y poquito pelo: “el día no está para trabajar”. En Perú yo era “El Doctor Arias”, y coincidí con el “Doctor Sintura”, un colombiano cuya llegada estuvo anunciada durante un par de días que exacerbaron mi curiosidad; resultó ser un gordito de metro y medio a duras penas. En República Dominicana, fui simplemente “Rodolfo”; con algo de “Ghrodolfo”, que por lo común me hacía el depositario de una sonrisa cálida que acompaña al apretón de manos, recio pero no grosero. Aún recuerdo el “¿como tú tá?”, el “¡cuéntamelo panita!”, este último jamás reservado para un extranjero, o el ceremonioso saludo del Lic. Enemencio Gomera (¿Emenencio?; siempre dudé, en tanto pensaba que de fijo su esposa sería una Eminencia), Director de Inspección del Trabajo, quien invariablemente me preguntaba “¿cómo se siente?”, a lo que siempre fui el endeble portador de una tentación en la que no caí: responderle “se siente rico”.
Siendo, entonces, que ya desde la mera forma de saludarse, con el empleo o no del nombre de pila o de familia, se acota la caracterización de los personajes en lo social, lo geográfico y lo histórico (he tirado como si fueran dados tres categorías que sé entrelazadas, y cualquier cosa menos disjuntas), es deber del narrador manejar con propiedad los signos del caso, vale decir, navegando con soltura en el charco de lo connotativo, que suele estar un poco más turbio, más adentro y más movido que el de lo denotativo.
Ahora bien, preguntará alguno de ustedes que haya leído el “Tertuliano”, ¿no hay una injerencia anti-sicoanalítica en tus nombres de personajes? ¿Dónde has visto vos alguien a quien se le diga “El Típico Calvo con Bigote”? ¿El güila A? ¿La Mimosa Púdica? ¿No hay  en el chingue del Tertuliano un evidente alejamiento respecto al narrador seco, incluso ausente y desinteresado, de “El Extranjero”? ¿Detrás de tu pretendida “inmersión” en la historia, no hay un Rodolfo Arias Formoso, que está jugando de intelectual? ¿De tipo curioso con las palabras? (Empleo aquí una bella acepción del término, que solía escuchar a la “gente” de Guadalupe, antaño)  ¿No terminan siendo tu “Barbie Quiú” o tu “Asceta Minofén” meros soldaditos de plomo como esos de cuyo juego quisiste poner tierra de por medio?
Sí pero no. Perdóneme pero discúlpeme, como decía aquel chavalo de Betty la Fea. Para aclarar el punto necesito, eso sí, agregar al panorama un nuevo elemento: el juego. Hacer arte es, entre muchas otras cosas, jugar. Dije cierta vez ante un auditorio compuesto de cientos de jóvenes de secundaria, allá en la Armenia del bello Quindío colombiano, que el lenguaje es el juego que más gente juega, idea que se me había ocurrido años atrás durante una entrevista con María Montero a propósito de “Vamos para Panamá”, mi segunda novela.
Bien defendió Brecht una visión según la cual “todo esto no es más que teatro, simples tablas y una luna de cartón” (Tambores en la noche). Es decir, una visión del teatro como presencia mancomunada, equilibrada sobre la cuerda floja de la representación, de un puñado de actores y otro puñado (quizá más grande) de espectadores que jamás pierden conciencia de estar jugando, de coparticipar en la ceremonia de la ficción. Y, distanciados emocionalmente una y otra vez de lo que ocurre en escena, por los propios actores, quienes habrán de recordarles que todo eso no es más que “una luna de cartón”.
Yo, dicho al margen, siempre le he comprado a medias el boleto a Brecht y su efecto de distanciamiento; tengo en mi hoja de vida el haber vertido lágrimas hasta en “E.T.”.
Por una parte no me produce ningún escrúpulo el que un lector me observe allá arriba moviendo los hilos, atreviéndome a la yeguada, a la frase inconclusa, al trastoque silábico. Que de repente aprecie tal o cual elemento estructural que agrega encuadre o resuelve el equilibrio de la obra - digo con optimismo – que se aboque a la deconstrucción del contexto histórico o geográfico. Pero, por otra parte, me sentiría un fracaso sin un lector que me conceda el haberse visto sorprendido, zancadilleado, que reaccione riéndose o enojándose o lo que quiera, sin alguien que se acodara por un momento en el marco de la ventana del pasillo, que pegara la cabeza en la canasta de helechos, privilegio vedado al Asceta Minofén.
Sucede que, a pesar de la admiración que un personaje “sicoanalítico” me produce, debo aceptar (y reclamar, solicitar) que sin narrador no habría estilo, que sin autor no habría narrador y que, en mi caso particular, sin juego no habría narrador. Por ello, un Rodolfo Arias que quita o pone nombres, que escoge elementos para caracterizar al personaje, así sea éste un burócrata “grisáceo” (este tono se lo pone el lugar común, yo lo traigo aquí sólo por joder), y así sea yo un “intelectual universitario” entreteniéndose en una novelita rara, es una molestia necesaria. Y válida – este punto que sigue me parece importante – mientras sea capaz de narrar “desde adentro”, desde un todo, convexo, mientras no se adviertan esas distancias entre lo narrado y lo vivido (me refiero a lo vivido por el autor), distancias persistentes, según he oído, en la obra de Magón o del mismo Aquileo, con todo y lo inmortal de sus concherías.
Creo poder pararme firme en este punto. Por ejemplo, cuando el Capitán Austerín fue conminado por su esposa a que fuera al Banco Popular a pedir un préstamo para atender la torta del taxi que destrozó a media noche y a media borrachera, y a él no le quedó más tren que confesar que tenía un bejuco en esa institución, cuyo principal había ido a dar a los bolsillos de diversas tabernas y mujeres de las que ahí laboran, yo estaba ahí. “Tú taba ahí, tú lo víte”, como le decía Tres Patines al Señor Juez. O, cuando escribí
“toma las Solicitudes de Mercancía y elabora las correspondientes Facturas Proforma y las boletas 71-H que se mandan al Departamento de Compras Directas”,
¡fue porque lo estaba leyendo, era una tesis que armaba una alumna mía!
Voy a recoger un poco la atarraya: acepto en primer término que haya un lenguaje popular, pero porque acepto que hay élites que lo definen como aquel lenguaje hablado por “el pueblo”, “la gente”, o como se le quiera decir a la masa de “los de abajo”. Convengo, en segundo término, en que hay formas literarias que nacen, viven y mueren strictu sensu en alguna versión de lenguaje popular. Creo, como tercer elemento, que si ese lenguaje ha de proveer la textura de la narración, ello sucederá mejor desde una simetría “sicoanalítica” narrador-personaje, por oposición a un autor titiritero, acomodador de soldaditos de plomo. En cuarto término, solicito que el narrador viva dentro de un imaginario que para él sea convexo (en el sentido geométrico, tomado metafóricamente) pero admito que haya un efecto de distanciamiento con su lector/espectador, siempre y cuando la evocación se produzca y el acuerdo tácito entre las partes incluya un plano lúdico desde el cual el humor pueda (o parezca) ser el torrente sanguíneo que pone en juego toda la trama, en tanto sirve de chasis para su contenido dramático.
Desde este tinglado surge entonces una interrogante clave: ¿por qué ese juego en particular, por qué con esta forma?
Un texto dicharachero:
“El Capitán Austerín nunca ha agarrado choye…en otras zonas del área metropolitana se dice prestancia, lustre o caché”
Trastocado:
“el próximo jueves y viernes santo se suspenderá el servicio de buses entre Turrialba y viceversa”, “Keb Uenk Ulo era el piropo favorito que el Emperador Tertuliano les echaba a las güilas allá en Bulgaria”, “Telecaca Naldós”
Donde el yerro y la omisión parecen urgir la risa como si de limosna se tratara:
“señor porfa me regala algo”, “ella le dijo baby I´ll love you for ever and ever and ever y él le contestó mí tú”.
En este último ejemplo, señalo, yo quería que desde la morfología el narrador marcara lo asimétrico de los personajes.
Donde la distorsión desacredita al personaje:
“Chisas lófs yu go ajéd yú más falou jim” “éees la luuuz dando amoooor y al infieerno derrotóoooo fuéeente de la reeedención glori glori glori adióooos”
O bien donde la grosería de algo como
“Sabe qué pito viera cómo le está cuadrando la sopa de tuco a la cabrilla mía”
O de
“la ñado siempre inventa venir aquí los rocos no me transan para nada pero qué va a haber además siempre hay ollita de carne y arrocito con leche”  
Presupone que el lector tendrá en su memoria la entonación con que sería dicha.
Iré, en los próximos párrafos, dando varias respuestas que se me ateperetan a la mente, y que, a más o haber, serían las “verdades” que me comprometí a mostrar, tras haber aceptado el reto que supone el título de esta conferencia.
Primero: el juego conlleva un ejercicio de poder. Pido permiso para echar un par de pasos hacia atrás antes de intentar algún grado de aclaración a este punto.
Si las emociones humanas tienen la curiosísima particularidad de ser colindantes dos a dos,  cualquiera que sea la pareja que se escoja (el ejemplo más trillado sería “amor-odio”, pero podemos acudir a “miedo-furia”, como me pasó con un zaguate furioso que se me apareció mientras trotaba ahí por donde ahora está el Walmart de Curri, o “risa-llanto”, “abulia-pasión”, etc.), así también cabe suponer que las situaciones donde típicamente se gestan dichas emociones admiten fronteras comunes. Tal es el caso de la cerca que separa las emociones propias del juego y las que emanan del poder, y ampliaré al respecto luego del siguiente excurso.
Es apasionante observar cómo la topología de la mente humana rebasa cualquier construcción que ella misma elabore, y pongo por ejemplo el famoso teorema de los cuatro colores, cuya demostración tardó muchos años en ser completada (y terminó siendo como una guía telefónica):
Y es que, en tanto que cualquier división del plano en un mapa de regiones continuas (como las provincias de un país) puede ser coloreado con cuatro colores diferentes de modo tal que dos regiones cualesquiera, adyacentes en más de un punto, no queden del mismo color, un mapa de las emociones humanas requeriría no ya todos los colores del espectro lumínico, sino que todas las tonalidades, matices, énfasis, olvidos y demás hierbas que pululan en el Qualia. Pero esto es orina sobre otro costal, y debo regresar a mi trillo.
Retomo el boceto de la idea de las emociones colindantes: la emoción que produce el juego, en apariencia desinteresado como podría ser el de dos chiquitos chapaleando en una pileta, colinda con la emoción que produce la sensación de poder, del dominio sobre la voluntad propia y ajena.
Mi postulado sería simple: no hay juego sin alguna dosis de poder (de poder en juego…) y no se puede ejercer el poder (la voluntad de) sin incorporar alguna dosis de juego.
Y, siendo como ya señalé antes, que el lenguaje es el juego que más gente juega, es de suyo obvio que va en ello una constante dosis de voluntad y manipulación de relaciones de poder. Ahí estaría mi primera “verdad”: el lenguaje popular otorga poder a su hablante. Ojo, no sólo el poder evidente que reside en el no poder ser entendido más que por el coterráneo que domine la jerga, sino, y sobre todo por eso, a partir de la capacidad que otorga de coexistencia en un complejísimo entramado de códigos y símbolos, por el poder de admisión/exclusión que administra, respecto a un determinado contexto social.
En breve: el lenguaje popular en una obra como “Tertuliano” admite ser comparado con un perro que marca un territorio.
Transcribo, antes de pasar a la búsqueda de otra “verdad”, un párrafo de mi última novela, “Guirnaldas bajo tierra” donde se aprecia el territorio demarcado por un cruz rojista que es entrevistado por un periodista televisivo:
“Abordamos un masculino que se encontraba sobre la vía pública, el mismo presenta trauma a nivel cráneo encefálico sin pérdida de conciencia, el mismo presenta además dificultad respiratoria por lo cual se le realizan maniobras en el lugar y se traslada al mismo en condición amarilla al hospital.”
Me ha llamado siempre la atención la teoría de los factores motivacionales del sicólogo norteamericano David McClelland, quien sostiene que hay tres tipos de factores: logro, pertenencia (afiliación) y poder. El lenguaje popular sería, según este esquema y mi apreciación, una herramienta esencial para lo segundo y lo tercero. Escasos serían los ejemplos de lo primero, y acaso “Tertuliano” merezca ser incluido allí…
Ya indiqué la colindancia juego-poder, ergo la colindancia del juego más abundante de todos (el lenguaje) con el poder; señalo ahora la colindancia poder-pertenencia, y el lenguaje como utilería para esto último. Se tiene “acento san carleño”, “hablado de mafufo”, “parla de tapis”, “labia de vendedor”. Y, no queda de otra que ir al vernáculo tico a buscar ejemplos. Hojeo, de nuevo, el “Tertuliano”: “Con una sola birra no podía bajarme el poquillo de chop suí además el chino me las traía con unas boquitas de chicharrón que no eran jugando”, “Sabe qué compa écheme un rojo este collar es legítimo puro oro compa vea cómo pesa”, “Ghhhhh ghhhhhh un carro doscientas al sur de La Marinita un carro doscientas al sur de La Marinita ghhhhh doscientas al sur de La Marinita ghhhh trescientas al norte del Depósito San Cristóbal en Desampa ghhhhh un carro trescientas al norte del Depósito San Cristóbal Coopetico a la orden”
No menos importante es el papel del lenguaje como territorio donde ejercer el ingenio. Aquí hay otra colindancia requete obvia: juego e ingenio. Y, volviendo a McClelland, en esto sí habría una motivación orientada al logro. ¿Qué mayor satisfacción para un pinta de la calle que escuchar luego por todas partes algún dicharacho que él inventó? ¿Qué mayor satisfacción que la de un Gorgojo, un Nel López o una Carmen Granados que escucharse en las conversaciones ajenas, en el refranero, en los saludos? “Yo siempre fui muy rebelda”, Rafela. “Usté sí que es vina”, "hasta ahí…”, etc. Por aquí andaríamos ya rondando la tercera verdad. El lenguaje popular provee la argamasa con la cual elaborar el ingenio, la salida, el maguíver.
Al respecto, brevísima observación: el que habla de tú en Costa Rica lo hace por joder, por mostrar ingenio, por salir de la rutina. Y, claro está, por influencia, pero no por dominación, al menos no en la mayoría de los casos. Se me viene a la mente un antiguo compañero de trabajo. ¡Lisandro!, lo llamaba uno. ¡Yes I do!, respondía. Sabía hablar perfecto inglés. A la vuelta de un viaje de trabajo a Guatemala, exclamó: “¡no es lo mismo Quezaltenango que qué nalgas tengo!”
Juego-ingenio-risa-escape, por ahí sería uno capaz de armar una ristra de emociones claramente vinculadas. Algo de eso ocupaba la mente del Emperador Tertuliano hace ya como un cuarto de siglo: “Adaptación al medio consolidación del desagrado erosión de la rebeldía fatiga de los músculos reidores endurecimiento de los músculos cosquillosos aflojamiento de los músculos caminadores etilización de los músculos tragadores añejamiento de la soledad entronización de la incertidumbre y la tabla de salvación de la fiesta”.
Este último elemento, la fiesta, me acerca de repente a la que quizá sea una cuarta verdad: el lenguaje popular es una herramienta de lucha, por ende un arma. Sirve para tener, en un sentido algo más que metafórico, el puño en alto. Al Emperador Tertuliano sus reflexiones lo llevaron a explorar el deslinde entre “desagrado” y “pacho”, elementos antitéticos que parecen hallar una vía de escape en la fiesta:
“El desagrado en franca disputa con el pacho cuya máxima expresión es la fiesta.
La fiesta como concepto.
La fiesta como ideología.
La fiesta como territorio donde estallar de autenticidad y si no que lo diga la Bola Oval.”
Es por medio de la renovación en el lenguaje, del hallazgo de términos que rellenan un vacío, que aportan un giro nuevo, una ocurrencia, hiriente y contrastante, que un elemento esencial para el sentido de la vida, llamémoslo el “buen humor”, se hace posible. Aquí no me queda más remedio que polemizar aquí con el prologuista de la última edición del “Tertuliano”. Dice el Prof. Baltodano: “Esta novela retrata a personajes derrotados y solitarios, a figuras sin rumbo, incapaces de comunicarse con los demás”; luego señala: “las aspiraciones de Tertuliano y sus legionarios se tornan no sólo obsoletas, sino absurdas”; al cabo acota: “el relato ha sido compuesto no en español neutral sino en costarricense”.
 Mi oposición, señor oidor:
“Chompi Pizza mmm qué delicia homenajeó a Vespasiano por aquello de la Vespa como el mejor repartidor del trimestre una plaquilla de lata niquelada y ocho mil pesos de bonificación el domingo pasado llevó a los carajillos al Parque Nacional de Diversiones un sueño que ellos creían imposible pero la primera en disfrutar el premio fue la doña el sábado Vespasiano por aquello de la Vespa le pasó dos rojos para que se comprara un vestido y en la noche la llevó a bailar al Gran Parqueo con Los Alegrísimos en el semblante adusto que él tenía al pagar la entrada se advertía una profunda felicidad.”
Ahí está mi Vespasiano. Maneja la Vespa catorce horas diarias, jugándosela a que lo atropellen, a que un tráiler le pase por encima en una rotonda, y se aguanta el dolor de espalda o de posaderas para ir a bailar con la doña. ¿Derrotado? ¿Solitario? ¿Carente de rumbo? ¿De cuándo acá es obsoleta o absurda la aspiración de ganarse un premio en el trabajo para poder llevar a la familia al Parque de Diversiones o ir a menear el esqueleto al Gran Parqueo? ¿No es la Bola Oval capaz de estallar de autenticidad? ¿No hay en ellos una respuesta a la interrogante que supone el “terror avergonzado de que alguien me pregunte mirá de veras ese sos vos”?
Vespasiano es un tipo callado; creo que en todo el libro jamás habla. Y aún así, les aseguro que para sus momentos de alegría, de realización personal, tendrá en su lenguaje un instrumento fundamental con el cual expresarlos, con el cual dotarlos de un profundo sentido y con el cual compartir, comunicar ese sentido/sentimiento.
Mi quinta verdad es la más breve, y acaso evidente de todas. El lenguaje popular es un instrumento para la seducción, es una nave para viajar hacia el país de los deseos, del amor, o como se le quiera llamar a todo eso.
En “Tertuliano” hay un cortejo muy sui géneris entre el Emperador y la Gurrumina, a partir de cuando él le expresa sus dudas existenciales recurrentes
“¿la soledad que da la madurez o la madurez que da la soledad?”
y ella, con la cabeza sobre los brazos cruzados, en la cama, responde
“La soledad que da la madurez la madurez que da la soledad la inmadurez que da la compañía la soledad que da la compañía la inmadurez que da la madurez”
sin duda riéndose. O bien, cuando él indaga sobre las ocupaciones de Dios en sus ratos de ocio y ella le responde a boca de jarro:
 “labra liebres en los libros”.
Todo eso, por supuesto, tiene mucho de “luna de cartón”, volviendo por un momento a Brecht, puesto que yo podría haber armado escenas y diálogos con piropos, insinuaciones y gestos más frecuentes y “normales”. Quizá fue que yo quise dejar el espacio abierto, tras una breve descripción como esta:
“Fulminante pequeña inseguridad con que cruzan los brazos sobre la mesa uno les da una broma y dicen qué loco sos huye un instante su mirada hacia un rincón del restaurante pero luego se atreven por fin y susurran me gusta tu camisa aunque sus manos vuelvan a huir cuando las de uno salgan a cazarlas tras el florerito de margaritas plásticas”
¿Derrotados, solitarios y sin rumbo? Ya no peleo más, es de muy mal gusto tratándose de mi obra.
La sexta, y última “verdad” que quiero entresacar de estas reflexiones, es la del lenguaje popular como portador de identidad, como columna vertebral en la institución del imaginario social. Es, si se quiere, la sumatoria de las demás. Sé, con más intuición que conocimiento y evidencia, que estoy diciendo una obviedad, tan así que el vínculo entre lenguaje y sociedad es objeto de dos disciplinas: la sociolingüística que estudia cómo los diversos aspectos de la sociedad influyen sobre la lengua, y la sociología del lenguaje, que progresa en el otro sentido: cómo la lengua influye a la sociedad.
No deja, sin embargo, de llamarme mucho la atención que los flancos y aristas –aquí los hemos llamado “verdades” – del lenguaje popular antes descritos sean todos, de una manera tan fuerte e incontestable los bloques constitutivos de esa identidad: en su carácter lúdico y a partir de éste en su enorme influencia sobre la definición de relaciones y mecanismos de poder, en la determinación de los procesos de afiliación y pertenencia, vale decir en la construcción y renovación de los más diversos círculos sociales, en la manifestación de ingenio y humor, en su carácter de instrumento de lucha con el cual darle un sentido a la existencia, así sea en las condiciones más adversas, y en su inmedible valía como vehículo de seducción y deseo, concedámoslo: de amor.
Cierro con una reflexión conexa: si el lenguaje es el medio por excelencia donde se instituye el imaginario social y se configura la identidad cultural de una nación (país, pueblo…), ¿cabe preguntarse en qué medida ese lenguaje “popular” puede determinar la identidad de la literatura de una nación (país, pueblo…)?
Si la pregunta suena obvia, la realidad parece empeñarse en mostrar lo contrario. Ya el Profesor Baltodano, en su prólogo, señala que “Tertuliano” no está escrito en “español neutral”. ¿Cuál “español neutral”? ¿El que definen la RAE, las casas editoriales o las telenovelas, el que merece llamarse “castizo”, al que Word no le pone una culebrita roja, el que sí se vende en las librerías o está disponible para Kindle? ¿Tiene sentido hablar de “neutralidad” luego de reflexiones como las que me he intentado? Honestamente, creo que no. Es más, creo que la identidad de la literatura de un país es tan inevitable como el habla de ese país, tan inevitable como el país mismo, si es que la comparación cabe. De ahí que, cuando oigo decir que el mérito de tal o cual obra está en el “rescate” de la cultura popular (a veces viene en plural: las culturas populares, y me cuesta entender por qué), en el “rescate” del lenguaje popular, me suelo preguntar: ¿tiene sentido “rescatar” lo inevitable?
Y a pesar de los vientos que corren, ahí tenemos a Cortázar. Él escribe “se arropó en la frazada”, en vez de “se envolvió en la cobija”. ¿Cuál es “más neutral”, “más mejor”? Ahí tenemos a Juan Rulfo. Él escribe “gallinas engarruñadas, ya mero mero se nos meten en las trasijaderas” ¿Qué quiso decir? Pos y órale, mano, no te entendí. ¿Es por ello menos universal Pedro Páramo? Ahí tenemos a Junot Díaz, el extraordinario narrador dominicano, crecido en New Jersey. Él escribe “¿pero qué tú me dices?, ¡él no está nada fokin bien, es demasiado bajito! ¿Por qué le darían un premio Pulitzer?
La respuesta a esas últimas preguntas sería, en cualquier caso, una verdad extra, en tiempo de descuento, que podríamos asociar con el lenguaje popular: es la única cancha donde se puede jugar un partido crucial: la construcción de la identidad literaria de un país, nación, pueblo… Bien es sabido que las aristocracias tienden a parecerse mucho más entre ellas que las clases populares de cada país. Nunca hubo un manifiesto al estilo de “Aristócratas del mundo, uníos”. Un intelectual como Jacques Sagot, con sus cánones, sus clasicismos, sus bien definidos nortes, podría ser francés, polaco o argentino, sin mayores problemas. Por el contrario, “Totóa Cocompa”, el tartamudo más popular de Tibás, de profesión cuida carros, tiene que estar ahí, en el parque, por la iglesia.
Muchas gracias.

2 comentarios:

  1. Sin ser muy "pipa" y ducho en formalismos lógicos, se puede añadir que entre "Totóa Cocompa" y Jacques Sagot se encuentra un grueso de la población que busca y entiende, a su manera, y que su lenguaje refleja esta comprensión vital con diferentes grados de inteligencia y sensibilidad, según varían las circunstancias.

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