Había dos enormes jacarandas en el patio de mi niñez. Había un árbol de peragua, tres de mango, diez de níspero, como cuatro de guayaba o de cas. Con los brazos abiertos yo abarcaba apenas un cuadrante del tronco del primer jacaranda. En la niñez todo es enorme, en la madurez más aún. En la niñez porque uno es pequeño, en la madurez porque ni modo, todo es enorme.

martes, 18 de octubre de 2011

¿Por qué me gusta tomar café?

Publicado en "Tinta Fresca", Revista Dominical de La Nación, enero de 2000.

Dedicado a mi madre, que ayer cumplió años.

La brevedad parece condición obligatoria del júbilo, del placer, de la felicidad más conmovedora. Con frecuencia, el gusto de algo es inversamente proporcional al tiempo que ello tome. Manolo Bermúdez, amigo periodista, justificaba su consumo de tabaco diciendo que fumar es un hecho que se resuelve por sí mismo: encender, consumir, terminar.

Yo dejé de fumar hace mucho, y ese humito me produce náuseas. Pero hay otras cosas que me encanta hacer, y quizá por una razón similar a la que proponía Manolo. Una de ellas es tomar café.

Ahora bien, la sencillez con que uno llena la taza (yo prefiero un buen jarro), sopla para que la temperatura se adapte a la melindrosidad de la lengua, paladea y traga, no es por supuesto la única causa de que me guste tomar café. Otra, evidentemente, es el exquisito aroma de este brebaje, y así: negro, puro, sin azúcar. A mí me da pena el montón de tontos que lo endulzan, error tan lamentable como hacérselo a una birra o a una copa de vino.

Pero la razón más profunda de mi amor por el café se llama hogar. La casa, la choza. En mi choza se ha tomado café toda la vida. Hablo de la actual, donde día tras día un cafecito nos saca a mi compañera y a mí de los barrancos del sueño, dándonos poco a poco forma y contenido de personas despiertas.

Y hablo, con emoción más antigua, de la madriguera de origen, la de mis papás. Debo aclarar, de entrada, que ellos viven bajo el mismo techo, pero en casas distintas. La de mi madre tiene mesita de noche, amorosa lámpara y dóciles almohadas, para que ella desmenuce desde Esopo hasta Asimov, desde Rousseau hasta Umberto Eco. La de mi padre tiene un enorme taller al fondo, con cientos de herramientas minuciosamente ordenadas y protegidas, para que él repare desde planchas hasta pathfinders, desde muñecas descabezadas hasta discos duros mal formateados. La de mi madre tiene un rincón para la costura, la de mi padre uno para Internet. Ella atiende sus geranios y rosales, él aún se sube al techo a tapar goteras.

Pero convergen, con su amorsote que ya les dura medio siglo, en la puerta del corredor cuando hijos y nietos aparecen los fines de semana, se juntan frente al tele, siempre con el canal español donde una mujer dientona y gangosa dispensa noticias con abulia, vienen tarde tras tarde, ella primero y él a la quinta llamada, hasta la mesita de la cocina, porque ya está el café.

No tenemos en mi choza – y casi ningún latino lo tiene – ese espíritu solemne con que los orientales proceden en circunstancias similares, y me viene a la memoria aquel librito llamado “La ceremonia del té”, Cha no yu, en que Kakuzo Okakura nos describe el ritual del té y sus múltiples símbolos, en la cultura japonesa.

Todo menos ceremonias y protocolos. Mis sobrinillos y Klaus, el collie simplote de mi hermana, subvierten el orden debajo de la mesa, la puerta de la refri obliga a parte de la concurrencia a tener que correrse constantemente, la sal vive desde tiempos inmemoriales en una azucarera que toma desprevenidos a los invitados ocasionales, las boronas del pan y los churretes de leche condensada se esparcen libremente sobre el mantel, al ritmo de las bromas, los chismes del embarazo de tal y los amores de cual, la desaparición del jardinero, lo cara que está la luz, la urgencia de agarrar un zorro que por las noches hace escándalo en el cielo raso.

Allí, en esa breve convivencia que se ha salvado por milagro de las fauces del televisor, cosa terrible que les sucedió al almuerzo y la cena, allí, en ese ratico que se disuelve en su levedad como las bocanadas del amigo Manolo, en esa mesa cuyo mantel será después sacudido al fondo del patio, allí hay siempre unos pocillos negros que humean y humean. Solo ahí, en una cocina cuyas ventanas tienen por cortinas el follaje del mango, y cuyo piso atesora las huellas de muchos que están y de otros que se han ido, solo ahí me huele verdaderamente a café.

P.S.

Guardo especial afecto por este texto. En esa época yo dirigía un proyecto en San Salvador, daba clases en la UCR, tenía otras consultorías en Costa Rica. Tal ritmo de trabajo, despiadado si se quiere, obedecía a anhelos trillados: quería casa propia, carro decente. Solía sucederme que la fecha de entrega del artículo se me pasaba. Un miércoles, recuerdo, iba yo de madrugada para El Salvador, y en el aeropuerto consulté mi correo electrónico. "Rodolfo, necesitaba el artículo para ayer", imploraba Larissa Minsky. En los cuarenta y cinco minutos que tardó el vuelo lo redacté, llegué a la oficina y lo envié. Luego recibí comentarios positivos y cariñosos de mucha gente, y eso le agrega calidez al recuerdo.

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