Había dos enormes jacarandas en el patio de mi niñez. Había un árbol de peragua, tres de mango, diez de níspero, como cuatro de guayaba o de cas. Con los brazos abiertos yo abarcaba apenas un cuadrante del tronco del primer jacaranda. En la niñez todo es enorme, en la madurez más aún. En la niñez porque uno es pequeño, en la madurez porque ni modo, todo es enorme.

sábado, 22 de octubre de 2011

Greivin y Yorleny

Publicado en "Tinta Fresca", Revista Dominical de La Nación, junio de 2000


Hay quienes tienen la curiosa ventura de llamarse al revés. Se me vienen a la mente Christopher Warren, Guido Célimo, John Elton, Alonso Dámaso, o la guapísima Tracy Spencer, de imperecedera fama tras su papel como sirena en “El viejo y el mar”.

Otros poseen nombres que estimulan las preguntas tontas. ¿Por qué Ortega y Gasset siempre estaban de acuerdo? ¿Es cierto que a Casals le daban Pau Pau? ¿Por qué Ralph Lauren es tan Polo? ¿Desde cuándo juegan juntos Scott y Pippen? ¿Habrá funcionarios rusos que, en un sentido político, sean hijos de Putin?

Nombres, nombres y más nombres. Tan a gusto algunos con su apellido (conozco un salsero llamado Armando Labuena, casado con la doctora Penny Celina de Labuena), tan contradictorios otros (sé de un buen muchacho llamado Jesús Mata), tan propios de cada país otros más: en Cuba abundan los Lázaros, en Colombia los Jairos, en Chile los Patricios, y a todos hay que decirles Pato.

A veces el apellido es tan común que no da para hacerlo a uno famoso. Nadie reconoce a Juan Pérez, a Mario Vargas o a Gabriel García. Pero reforzados con el apellido materno se vuelven Juan Pérez Rulfo (Juan Rulfo, a secas), Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez. Más raro debe ser cuando hay que quitar parte del linaje, como Don Miguel de Unamuno, que se llamaba Miguel de Unamuno y Jugo.

Mañosa y propia de cada país es la forma de llamar a sus habitantes, Tiquicia no escapa a ello. Para empezar, está el rechazo total de cualquier nombre que parezca tradicional. Por ejemplo, cuando mi hija mayor nació, se nos ocurrió combinar los nombres de sus abuelas, lo que dio como resultado María Isabel. ¿Común y corriente, verdad? Pues ella nunca ha tenido tocayas, ni en la escuela, ni en el colegio, ni en la universidad, aunque usted... no lo crea.

Predominan entre nosotros los nombres germano-sajones. Nos parecen más caché. Un rasgo de estos nombres es el montón de consonantes; a los alemanes les encanta hacer pelotas de ellas. Veamos: cierto jugador de la NBA se apellida, si mi memoria no me falla, SCHREMPF. Tome impulso y suéltelo, ¡SCHREMPF!, parece una moto vieja arrancando.

Al imitar, solemos pifiarla: me he topado varias veces con Jhonnys, así, con la hache mal puesta. Pero al cabo producimos strings tan robustas como Wilberdth o Katthya. Por cierto, la K es toda: ya he tenido el placer de conocer varias Karolinas y Katalinas, si bien todavía no me ha salido ninguna Karmen. Otro toque muy sofis son las haches intercaladas: Jennarho o Raphael. Una vez pensé que mi nombre artístico podría ser Rodolpho.

Tal afán por las consonantes promueve, sin embargo, una contradicción: después es una pereza andarlas pronunciando. Los anglófonos escriben wednesday y pronuncian algo como uensdei. Ponen Worcester y dicen uorster. Una que sale siempre rascando es la pobre T. En vez de Peter, los gringos dicen pírer, y en vez de little dicen lírol. Como nota curiosa, a veces las que patalean son las vocales: escriben Greenwich y pronuncian grínich.

Los hispano hablantes caemos en lo mismo, y con la T, casualmente. Pilo y Hernán, esos incomparables animadores de las mejengas dominicales (¡viva la Liga!), se refieren a un novel y talentoso defensa como “Rober”, siendo que se llama Robert, Robert Arias. En el dialecto castellano peninsular se admite “Alántico” o “aleta”, en vez de Atlántico o atleta. Me acuerdo de un reportero español en la última olimpiada: “os llevamos las noticias de la ginasia en Alanta”. Sería gracioso que la conquista hubiera sido de aquí para allá. Imagínense a los madrileños aprendiéndose crónicas antiguas como ésta: “Cuando Netzahualcóyotl y Huitzilopóchtli se tlazladaron de Ixcuintlancingo a Tlatelolco se tlopezaron tleinta veces con los atloces tlalpantlecas”.

A pesar de ser tan gringófilo, es interesante ver como se reelabora nuestro folclore denominativo. La invención de un nombre parece en muchas ocasiones no requerir más que terminar en ye. Eso explica tanta Cindy, Wendy, Mindy, Keily, Heily, Sujeily, etc. Por cierto, una vez tuve tres compañeras de trabajo que se llamaban Lady, Milady y Leydín. Y dos compañeros, uno más alto, llamado Eliécer, y otro más bajo, llamado Elier.

Vuelvo al tema: el punto es que tanta Keily, Mindy, Seidy, etc., probablemente no existan como nombres allá, tras las murallas de la polis gringa. Eso significa creatividad, rasgo cultural, tema para los antropólogos. De estos nombres autóctonos, escogí para titular estas notas dos muy característicos: Greivin y Yorleny. Son súper nuestros, no existen en ninguna otra parte del mundo. Por lo menos yo no he conocido a algún extranjero o extranjera que los lleve.

¿De dónde vendrá Greivin? Quién sabe, se parece a Marvin, o a Erwin, y se pronuncia como “gray bean” (frijol gris), o como “gravy”, que es salsa para barbacoa. Menos aún puede especularse en torno a Yorleny. Pero lo importante es que suena bonito, sobre todo cuando la confianza da paso a “Yorle” o “Yorlenita”.

Al respecto, es muy nuestra la forma de hacer diminutivos. En vez de Oscarcito, preferimos Osquítar. Es el mismo método que produce Waltícor, Normitan, Randital o Victíllor. ¿Cómo se disminuirá Greivin? Probablemente Greivito, a lo mejor Greiviton. No está mal. Nada que ver con Hércules, que nunca fue pequeñito, por dicha.

Y bueno, dejémoslo ahí. Tengamos, eso sí, un poco de consideración con los del Registro Civil, y sobre todo con el Cura que va a tener que pronunciar sin patinazos tanta ocurrencia, mientras les pringa la cabeza a los güilitas.

P.S.

Cuando escribí este artículo yo trabajaba como Consultor para el Banco Nacional. Dos de los funcionarios de la Gerencia de Tecnología, a quienes veía todos los días, se llamaban precisamente como su título: Greivin y Yorleny. Fue al calor de la amistad que, tras leerlo ellos, comentábamos con buen humor su contenido.

La versión que muestro aquí tiene algunos elementos que se me vinieron a la mente tiempo después de la publicación en el periódico. Hoy veo que han bastado once años para que varias de las referencias (por ejemplo nombres de basquetbolistas) ya se sientan muy fuera de época.

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