Había dos enormes jacarandas en el patio de mi niñez. Había un árbol de peragua, tres de mango, diez de níspero, como cuatro de guayaba o de cas. Con los brazos abiertos yo abarcaba apenas un cuadrante del tronco del primer jacaranda. En la niñez todo es enorme, en la madurez más aún. En la niñez porque uno es pequeño, en la madurez porque ni modo, todo es enorme.

miércoles, 26 de octubre de 2011

La UCR

Publicado en "Tinta Fresca", revista PROA de La Nación, marzo de 2010


Ahí está la plata que en otras latitudes se tragó el ejército…

He contado en el exterior que mi país tiene un campus universitario de muchas hectáreas y casi en el centro de la capital, con prados, veredas, facultades de letras colindando con las de tecnología y éstas con las de salud, y hasta dos riachuelos que confluyen bajo una cepa de bambú, junto a una reserva biológica.

Se sorprenden al oírme, y más aún cuando digo que ni en el auge de la izquierda, allá por los setentas y ochentas, fueron acribillados de graffiti sus edificios. Es que es una ciudadela preciosa, afirmo, y sólo es una entre varias, porque tenemos además hermosos centros regionales dispersos por todo el país. Ahí está la plata que en otras latitudes se tragó el ejército, digo poniéndome patriotero. Y ahí está la investigación, y la acción social y como si fuera poco está también la belleza, porque no hay estudiantes más guapas que las de mi institución.

Y bueno, hoy no estoy de viaje ni cayéndole gordo a los extranjeros. Escribo desde mi oficina en la Escuela de Computación e Informática, mientras recojo libros y libero el escritorio. Han pasado treinta y tres años desde que dí clases por primera vez, y hoy toca salir. Pensión, jubilación, retiro, así se le dice.

La edad trae de premio la perspectiva, y al observar todo lo que ha sido, es y debería seguir siendo la UCR, no puedo menos que sentirme profundamente orgulloso. ¿Cuántas veces vi a un muchacho o muchacha con los jeans rotos, y terminando de engullir un cangrejo de “La Canela” (que habría de ser su única comida en todo el día) entrar a mi clase para resistir el esfuerzo de dos horas de concentración y estudio? ¿Y cuántas veces los vi, años después, con ropa y carro nuevos, cursando su maestría? ¿Cuántos eran de San Vito, de Quebrada Ganado, de Poás, del Puerto, de Puriscal para adentro?

¿Cuánto le debemos a nuestras facultades de salud los excelentes índices que tiene el país, y cuánto a la de ingeniería por las represas, los acueductos y los edificios antisísmicos? ¿Cuánto a la escuela de economía por la estabilidad y el desarrollo nuestros, paradigmáticos en la región? ¿Y cuánto a las demás unidades académicas, que no tendría aquí tiempo de mencionar?

Cierro la puerta y voy hasta el parqueo. A mis espaldas se va alejando la madre que alimenta, el alma máter. Habrá que mejorarle mucho, adaptarla a tanto cambio, rechazarle la amenaza neo liberal. Pero los ticos sabremos cuidarla, a ella y a sus hermanas menores, sean la UNA, la UNED o el ITCR. Estoy seguro que así será, porque planeo seguir viniendo por aquí mucho tiempo, aunque ya haga trencito. Hasta luego, amiga.

P.S.

Recibí muchas demostraciones de cariño por este texto; supe, además, que luego fue publicado por la propia UCR con motivo de alguna celebración. No he podido hallar esta segunda versión, de la que me enteré porque me llegaron nuevos correos de agradecimiento. No es a mí a quien debe darse gracias, es a la UCR, a nada o nadie más.

sábado, 22 de octubre de 2011

Greivin y Yorleny

Publicado en "Tinta Fresca", Revista Dominical de La Nación, junio de 2000


Hay quienes tienen la curiosa ventura de llamarse al revés. Se me vienen a la mente Christopher Warren, Guido Célimo, John Elton, Alonso Dámaso, o la guapísima Tracy Spencer, de imperecedera fama tras su papel como sirena en “El viejo y el mar”.

Otros poseen nombres que estimulan las preguntas tontas. ¿Por qué Ortega y Gasset siempre estaban de acuerdo? ¿Es cierto que a Casals le daban Pau Pau? ¿Por qué Ralph Lauren es tan Polo? ¿Desde cuándo juegan juntos Scott y Pippen? ¿Habrá funcionarios rusos que, en un sentido político, sean hijos de Putin?

Nombres, nombres y más nombres. Tan a gusto algunos con su apellido (conozco un salsero llamado Armando Labuena, casado con la doctora Penny Celina de Labuena), tan contradictorios otros (sé de un buen muchacho llamado Jesús Mata), tan propios de cada país otros más: en Cuba abundan los Lázaros, en Colombia los Jairos, en Chile los Patricios, y a todos hay que decirles Pato.

A veces el apellido es tan común que no da para hacerlo a uno famoso. Nadie reconoce a Juan Pérez, a Mario Vargas o a Gabriel García. Pero reforzados con el apellido materno se vuelven Juan Pérez Rulfo (Juan Rulfo, a secas), Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez. Más raro debe ser cuando hay que quitar parte del linaje, como Don Miguel de Unamuno, que se llamaba Miguel de Unamuno y Jugo.

Mañosa y propia de cada país es la forma de llamar a sus habitantes, Tiquicia no escapa a ello. Para empezar, está el rechazo total de cualquier nombre que parezca tradicional. Por ejemplo, cuando mi hija mayor nació, se nos ocurrió combinar los nombres de sus abuelas, lo que dio como resultado María Isabel. ¿Común y corriente, verdad? Pues ella nunca ha tenido tocayas, ni en la escuela, ni en el colegio, ni en la universidad, aunque usted... no lo crea.

Predominan entre nosotros los nombres germano-sajones. Nos parecen más caché. Un rasgo de estos nombres es el montón de consonantes; a los alemanes les encanta hacer pelotas de ellas. Veamos: cierto jugador de la NBA se apellida, si mi memoria no me falla, SCHREMPF. Tome impulso y suéltelo, ¡SCHREMPF!, parece una moto vieja arrancando.

Al imitar, solemos pifiarla: me he topado varias veces con Jhonnys, así, con la hache mal puesta. Pero al cabo producimos strings tan robustas como Wilberdth o Katthya. Por cierto, la K es toda: ya he tenido el placer de conocer varias Karolinas y Katalinas, si bien todavía no me ha salido ninguna Karmen. Otro toque muy sofis son las haches intercaladas: Jennarho o Raphael. Una vez pensé que mi nombre artístico podría ser Rodolpho.

Tal afán por las consonantes promueve, sin embargo, una contradicción: después es una pereza andarlas pronunciando. Los anglófonos escriben wednesday y pronuncian algo como uensdei. Ponen Worcester y dicen uorster. Una que sale siempre rascando es la pobre T. En vez de Peter, los gringos dicen pírer, y en vez de little dicen lírol. Como nota curiosa, a veces las que patalean son las vocales: escriben Greenwich y pronuncian grínich.

Los hispano hablantes caemos en lo mismo, y con la T, casualmente. Pilo y Hernán, esos incomparables animadores de las mejengas dominicales (¡viva la Liga!), se refieren a un novel y talentoso defensa como “Rober”, siendo que se llama Robert, Robert Arias. En el dialecto castellano peninsular se admite “Alántico” o “aleta”, en vez de Atlántico o atleta. Me acuerdo de un reportero español en la última olimpiada: “os llevamos las noticias de la ginasia en Alanta”. Sería gracioso que la conquista hubiera sido de aquí para allá. Imagínense a los madrileños aprendiéndose crónicas antiguas como ésta: “Cuando Netzahualcóyotl y Huitzilopóchtli se tlazladaron de Ixcuintlancingo a Tlatelolco se tlopezaron tleinta veces con los atloces tlalpantlecas”.

A pesar de ser tan gringófilo, es interesante ver como se reelabora nuestro folclore denominativo. La invención de un nombre parece en muchas ocasiones no requerir más que terminar en ye. Eso explica tanta Cindy, Wendy, Mindy, Keily, Heily, Sujeily, etc. Por cierto, una vez tuve tres compañeras de trabajo que se llamaban Lady, Milady y Leydín. Y dos compañeros, uno más alto, llamado Eliécer, y otro más bajo, llamado Elier.

Vuelvo al tema: el punto es que tanta Keily, Mindy, Seidy, etc., probablemente no existan como nombres allá, tras las murallas de la polis gringa. Eso significa creatividad, rasgo cultural, tema para los antropólogos. De estos nombres autóctonos, escogí para titular estas notas dos muy característicos: Greivin y Yorleny. Son súper nuestros, no existen en ninguna otra parte del mundo. Por lo menos yo no he conocido a algún extranjero o extranjera que los lleve.

¿De dónde vendrá Greivin? Quién sabe, se parece a Marvin, o a Erwin, y se pronuncia como “gray bean” (frijol gris), o como “gravy”, que es salsa para barbacoa. Menos aún puede especularse en torno a Yorleny. Pero lo importante es que suena bonito, sobre todo cuando la confianza da paso a “Yorle” o “Yorlenita”.

Al respecto, es muy nuestra la forma de hacer diminutivos. En vez de Oscarcito, preferimos Osquítar. Es el mismo método que produce Waltícor, Normitan, Randital o Victíllor. ¿Cómo se disminuirá Greivin? Probablemente Greivito, a lo mejor Greiviton. No está mal. Nada que ver con Hércules, que nunca fue pequeñito, por dicha.

Y bueno, dejémoslo ahí. Tengamos, eso sí, un poco de consideración con los del Registro Civil, y sobre todo con el Cura que va a tener que pronunciar sin patinazos tanta ocurrencia, mientras les pringa la cabeza a los güilitas.

P.S.

Cuando escribí este artículo yo trabajaba como Consultor para el Banco Nacional. Dos de los funcionarios de la Gerencia de Tecnología, a quienes veía todos los días, se llamaban precisamente como su título: Greivin y Yorleny. Fue al calor de la amistad que, tras leerlo ellos, comentábamos con buen humor su contenido.

La versión que muestro aquí tiene algunos elementos que se me vinieron a la mente tiempo después de la publicación en el periódico. Hoy veo que han bastado once años para que varias de las referencias (por ejemplo nombres de basquetbolistas) ya se sientan muy fuera de época.

viernes, 21 de octubre de 2011

Sutileza y obviedad en la narración

A propósito de “El regreso”, de Hernán Jiménez


Ya Juan Murillo ha advertido que Rodolfo Arias parece jugar con sus interlocutores, de tan llanos – o triviales – que suelen ser sus comentarios. Ergo, me curo en salud: no soy literato, y menos aún crítico; tan solo meto la cuchara (puede comprobarse en la etiqueta asociada a esta entrada) en terrenos que me atraen como mousses (mouses no) o flanes exóticos.

El primer problema del narrador es qué narrar. Obvio y hasta tautológico, pero sin embargo lo más difícil de resolver.

El segundo problema es qué narrar sobre eso que quiere narrar. Qué escoger, qué poner y qué no. “Todo escritor, desde poeta hasta novelista, realiza una labor de síntesis”, decía Joaquín Gutiérrez en sus inolvidables talleres. “Todo artista, a fin de cuentas”, agregaba, y se subía los lentes hasta la coronilla y nos miraba como retándonos a encontrar alguna rendija en su pensamiento. “La forma en que sintetice, lo que ello sugiera y provoque determinará a fin de cuentas el valor de la obra”.

“Ni tanto que queme al santo ni tan poco que lo deje a oscuras”, recuerdo haber dicho. “Exacto, Rodolfillo…”, debió ser su respuesta. “Pero mirá que podés ir desde el arte barroco, churrigueresco, hasta esa frugalidad del arte chino, donde te dibujan el risco y vos tenés que imaginarte el resto de la montaña”

“Joyce intentó reconstruir, reseñar, todo lo que pasa por la mente de un individuo en veinticuatro horas, todo, y por supuesto que también terminó haciendo una síntesis, solo que de dos mil páginas….”, y reía enormemente, echándose para atrás.

No se me pueden olvidar esos debates con el viejo campeón. En un extremo el narrador recarga su texto con acotaciones evidentes, se pone redundante, sobre explica. Su lector se aburre porque siente que lo están tratando como si fuera bruto. En el otro extremo el narrador se pone abstracto o abstruso en el ábside de la escasez y la omisión. Su lector se fatiga, se confunde, se rinde, tira el libro.

Resuelto de algún modo el tema de la cantidad, viene el de la calidad. Ya no ¿cuánto poner en el texto?, pero ¿qué poner? Un criterio de primera mano es la capacidad de simbolizar, evocar, representar... que tenga aquello que se incorpore a la narración.

“Gracias por venir a acompañarme a estar solo”, escribió Vallejo. No había que agregar nada después de eso.

Hay entonces dos ejes: mucho-poco y sugerente-obvio, que arman un plano cartesiano en el cual poco-pero-sugestivo suele valer más que mucho-pero-evidente.

Si cada uno de esos ejes se pudiera manipular con una palanca mágica (al modo de esos backhoe, maravillosos aparatos que hacen de todo bajo el comando de un individuo por lo general embarrialado tanto como el chunche, encaramado allá arriba), tendría yo entonces una metáfora útil para resolver el sabor de boca que me dejó “El regreso”, la exitosa película del joven director y actor nacional, Hernán Jiménez.

O sea, ya estoy armado, por más rudo que le parezca a Juan Murillo mi esquema.

La zanja que hizo con el backhoe (“bajóp”, se dice en tico) le quedó dispareja. A veces muy honda, a veces muy superficial. La tierra que fue sacando no quedó en montones ordenados, sino en un reguero más o menos caótico. Y, sin embargo, es la mejor zanja que haya hecho un cineasta nacional.

Hay unas primeras trampitas que no logró sortear bien. Entre las muchas majaderías de Hollywood, dos me fastidian siempre: el efecto “¡wau!” y el efecto “¡snif!”, idem est efecto “¡búu!”. Este segundo, cabe decir de paso, permea, cunde como alepates en las telenovelas. Los productores (y directores que les hacen la corte) del cine gringo no se sienten tranquilos si intuyen que el público no quedará boquiabierto o no lagrimeará, al menos una de las dos cosas. (Anoto que hay muchos otros, como el efecto “¡aaaah!”, propio de los thrillers, pero no pinchan ni cortan en lo que nos ocupa)

Pues bien, a efectos de conseguir el efecto ¡wau!, se parte de la creencia de que se debe ser contundente. Así, el eje “sugerente-obvio” se transforma en el espectro “estremecedor-anodino”, o bien en el termómetro “efectivo-inocuo”.

Hernán Jiménez no escapa a esto. No más en el umbral de la película, quiere machacarnos que el personaje central (él, Antonio) tiene una gran crisis familiar. Así, con negrilla, como haría uno en un informe de trabajo para remarcar algo. Para ello, al volver luego de una década de alejamiento del nicho familiar (elemento inverosímil, porque ahora viajar es facilísimo, y todo el mundo anda para allá y para acá, sobre todo un inmigrante exitoso), el protagonista se muestra impávido, taciturno, rayando en el límite del zombi o del tótem. Su hermana, Amanda, lo abraza y lo besa, le exclama emocionadísima cuánto la alegra verlo de nuevo, etc., en forma un tanto recargada pero previsible dentro del esquema “estremecedor-anodino”. Antonio no pronuncia palabra, limitándose a mirar un punto perdido en el espacio, zombimente.

El costo que se suele pagar cuando se intenta la contundencia y el estremecimiento suele ser el de la tosquedad. Y esa escena inicial (superado el prolegómeno del avión aterrizando) queda de suyo tosca. Por supuesto que el espectador concluye que hay crisis, pero al tiempo que en su interior una voz le insiste: “así no pasa, así no somos en este país”. Un rasgo típico del tico es el de ser conciliador. No confronta directamente, maneja un metalenguaje muy característico y en el que aun se cuelan los rasgos huraño-montañeses del campesino meseteño. En eso, por supuesto, no somos distintos de muchos otros países. Guatemaltecos, peruanos o japoneses comparten esas maneras (por oposición a franceses, suecos o alemanes), según he visto y escuchado decir.

Incluso los gringos son así, por lo menos entre ellos. Se me viene a la mente Last chance Harvey, cinta del 2008 estelarizada por Hostin Duffman. Perdón, Dustin Hoffman. Hay simetría con “El regreso”: el protagonista viaja a reencontrarse con un entorno familiar luego de una prolongada y conflictiva ruptura. Además, al llegar se topará con circunstancias imprevistas. En el caso de Last Chance Harvey, un viejo divorciado, en el límite mismo del fracaso profesional, se topará con el desprecio de su hija, que lo margina de su boda, relegándolo a invitado de tercera categoría. No quiero reseñar aquí, por supuesto, esa otra cinta, sólo quiero indicar que en ella el despliegue de los elementos dramáticos es muy sugestivo, delicado, bien dosificado. Hace, logra, que el actor demuestre su real estatura. Algo en la forma de torcer la boca o de fruncir el ceño en Hoffman indica que está frente a una situación dolorosa, sorpresiva, que va más allá y se despeña en un abismo que él no había anticipado, algo en la sonrisa de Susan, su hija, en la forma de saludarlo, conduce de forma natural al golpe que luego habrá de darle.

Así no es, en ningún sentido, el inicio de “El regreso”. Lástima, porque la entrada del payaso en el redondel tiene que ser un éxito. En vez de sutileza en los gestos y encuadres, en las indirectas que se deslizan como chorritos de leche en el café, está la imagen plana, ruda, concreta y total del zombi que no pronuncia palabra alguna cuando su hermana se deshace en exclamaciones al verlo venir.

Son, en el sentido que guía esta reflexión, por suerte mucho más delicados los personajes femeninos, lo cual habla a favor de Hernán, como escritor. La mejor escena, a mi gusto, sucede en el bar donde Sofía (Monserrat Montero) y Antonio (Hernán Jiménez) se cortejan-ligan-enamoran, lo que sea que haya de todo eso. El diálogo es ágil, suelto, rico, en particular un intercambio a propósito de la belleza de ella cuando era niña y cómo la peinaban, en fin. Es en estos pasajes donde la zanja quedó más profunda y mejor trazada. Monserrat está excelente, Hernán se esfuerza por no quedarse atrás y logra mantener en equilibrio el binomio.

Lo curioso es que el director parece por ratos consciente de que el eje contundencia-inocuidad le está jugando malas pasadas, de que sugerencia-obviedad debería prevalecer como riel conductor. Pero entonces se va del otro lado (de paso: en su stand-up Hablando se entiende la gente logra un balance mucho más intuitivo al respecto, lo vi recientemente en el O´Neill), y hay zonas de la trama en “El regreso” que quedan a oscuras. Resalta, en este sentido, el conflicto entre padre e hijo. Está mal delineado, mal expuesto, en breve: mal justificado. Tan así, que el viejito ni nombre tiene. ¿Por qué negarle el bautizo precisamente al progenitor? ¿Qué rayos pasa entre un setentón desahuciado (sostenido con arte y maña por Luis Fernando Gómez, que hace milagros con un guión exiguo) y un trotamundos treintañero, cómo desapareció la madre, de dónde proviene el encono? No se resuelve bien, y cuando se intenta hacerlo, hacia el final y bajo el pretexto de la novela que el hijo ha escrito, la cinta se resbala peligrosamente hacia los linderos del culebrón, bajo los influjos del efecto ¡búuu-snif!

Lo demás va quedando más o menos bien trazado dentro de mi rústico plano cartesiano. Un punto actoral alto es César (Daniel Ross), el gran amigo de Antonio, quien se hecho metalero y mete escándalo con su banda. Un punto débil es el maquillaje excesivo, precisamente de este mismo personaje, de nuevo bajo la trampa de la eficacia. Y más débil aun el concierto que la banda ofrece, reducido en la edición a unos pocos segundos y con una cámara débil. Brusca es, también, la evolución de Amanda (Bárbara Jiménez), pese al buen trabajo de ella. El niño Andre Boxwill logra el cometido de darnos un Inti encantador, expresivo, realmente bueno. Pero el personaje cae también en lo cajonero, allá de vez en cuando, y la forma en que simula abrir mal un paquete de menítos para que se rieguen por todo el piso choca por, de nuevo, tosca.

De todos los personajes (hay una tendencia a denominar así elementos de una narración que no lo son, en el sentido estricto, pero aquí voy haciendo lo mismo) el más débil, con todo y todo, es el país como tal, y más específicamente Chepe. La ciudad está mal: no es en esta película donde (incluyendo a quienes de alguna forma hemos querido rehacerla en nuestra obra) la vamos a encontrar dándonos todo lo que ella, la inefable Chepe, puede dar: sus signos, su ruido, su violencia y su ternura, sus aromas, sus güilas ricas, las presas, el pichazo de nicas en el parque de La Merced. Hay tantísimo, por Dios, que podría haber tenido El regreso en este plano, y se queda tan corta.

El punto no es menor, pero no por la razón que otros análisis han dado. Leí, por ejemplo, el blog Carepicha (http://h3dicho.ticoblogger.com/2011/08/el-regreso-film.html), donde se reclama, sic: “le hace falta un mensaje claro que te deje claro cuál era el fin de la misma”. Claro que claro. No, no va por ahí. Que haya un mensaje claro y que ese mensaje sea el fin de la película: no, no, eso no. Ya hace mucho superamos la etapa del arte panfletario, de tesis, demostrativo. Más bien en este sentido El regreso recupera un tono adecuado, al sugerir, al dejar abiertos los espacios. Tiene riscos para que uno se imagine la montaña, eso está bien. El punto (Chepe mal caracterizado, el país mal mostrado, fragmentario, insuficiente) vale porque de no haber sido así habríamos tenido un chasis, un soporte para la narración, de otra factura muy superior, y ello habría levantado la película notablemente. Pongo un caso, de culto: Blade Runner no sería lo que es sin esa ciudad, húmeda, sucia, neblinosa.

Mi balance final no difiere de lo que ya he leído en otras reseñas: una cinta valiosísima, un salto adelante en la producción de largo metraje nacional, un bonito ejemplo de socialismo digital en relación con la financiación, un director joven, que a no dudarlo dará mucho más en los años próximos. Mucho, muchísimo más. Y nada… sólo queda felicitarlo, darle un espaldarazo. Y pedirle más, que para eso sí somos buenos.

martes, 18 de octubre de 2011

¿Por qué me gusta tomar café?

Publicado en "Tinta Fresca", Revista Dominical de La Nación, enero de 2000.

Dedicado a mi madre, que ayer cumplió años.

La brevedad parece condición obligatoria del júbilo, del placer, de la felicidad más conmovedora. Con frecuencia, el gusto de algo es inversamente proporcional al tiempo que ello tome. Manolo Bermúdez, amigo periodista, justificaba su consumo de tabaco diciendo que fumar es un hecho que se resuelve por sí mismo: encender, consumir, terminar.

Yo dejé de fumar hace mucho, y ese humito me produce náuseas. Pero hay otras cosas que me encanta hacer, y quizá por una razón similar a la que proponía Manolo. Una de ellas es tomar café.

Ahora bien, la sencillez con que uno llena la taza (yo prefiero un buen jarro), sopla para que la temperatura se adapte a la melindrosidad de la lengua, paladea y traga, no es por supuesto la única causa de que me guste tomar café. Otra, evidentemente, es el exquisito aroma de este brebaje, y así: negro, puro, sin azúcar. A mí me da pena el montón de tontos que lo endulzan, error tan lamentable como hacérselo a una birra o a una copa de vino.

Pero la razón más profunda de mi amor por el café se llama hogar. La casa, la choza. En mi choza se ha tomado café toda la vida. Hablo de la actual, donde día tras día un cafecito nos saca a mi compañera y a mí de los barrancos del sueño, dándonos poco a poco forma y contenido de personas despiertas.

Y hablo, con emoción más antigua, de la madriguera de origen, la de mis papás. Debo aclarar, de entrada, que ellos viven bajo el mismo techo, pero en casas distintas. La de mi madre tiene mesita de noche, amorosa lámpara y dóciles almohadas, para que ella desmenuce desde Esopo hasta Asimov, desde Rousseau hasta Umberto Eco. La de mi padre tiene un enorme taller al fondo, con cientos de herramientas minuciosamente ordenadas y protegidas, para que él repare desde planchas hasta pathfinders, desde muñecas descabezadas hasta discos duros mal formateados. La de mi madre tiene un rincón para la costura, la de mi padre uno para Internet. Ella atiende sus geranios y rosales, él aún se sube al techo a tapar goteras.

Pero convergen, con su amorsote que ya les dura medio siglo, en la puerta del corredor cuando hijos y nietos aparecen los fines de semana, se juntan frente al tele, siempre con el canal español donde una mujer dientona y gangosa dispensa noticias con abulia, vienen tarde tras tarde, ella primero y él a la quinta llamada, hasta la mesita de la cocina, porque ya está el café.

No tenemos en mi choza – y casi ningún latino lo tiene – ese espíritu solemne con que los orientales proceden en circunstancias similares, y me viene a la memoria aquel librito llamado “La ceremonia del té”, Cha no yu, en que Kakuzo Okakura nos describe el ritual del té y sus múltiples símbolos, en la cultura japonesa.

Todo menos ceremonias y protocolos. Mis sobrinillos y Klaus, el collie simplote de mi hermana, subvierten el orden debajo de la mesa, la puerta de la refri obliga a parte de la concurrencia a tener que correrse constantemente, la sal vive desde tiempos inmemoriales en una azucarera que toma desprevenidos a los invitados ocasionales, las boronas del pan y los churretes de leche condensada se esparcen libremente sobre el mantel, al ritmo de las bromas, los chismes del embarazo de tal y los amores de cual, la desaparición del jardinero, lo cara que está la luz, la urgencia de agarrar un zorro que por las noches hace escándalo en el cielo raso.

Allí, en esa breve convivencia que se ha salvado por milagro de las fauces del televisor, cosa terrible que les sucedió al almuerzo y la cena, allí, en ese ratico que se disuelve en su levedad como las bocanadas del amigo Manolo, en esa mesa cuyo mantel será después sacudido al fondo del patio, allí hay siempre unos pocillos negros que humean y humean. Solo ahí, en una cocina cuyas ventanas tienen por cortinas el follaje del mango, y cuyo piso atesora las huellas de muchos que están y de otros que se han ido, solo ahí me huele verdaderamente a café.

P.S.

Guardo especial afecto por este texto. En esa época yo dirigía un proyecto en San Salvador, daba clases en la UCR, tenía otras consultorías en Costa Rica. Tal ritmo de trabajo, despiadado si se quiere, obedecía a anhelos trillados: quería casa propia, carro decente. Solía sucederme que la fecha de entrega del artículo se me pasaba. Un miércoles, recuerdo, iba yo de madrugada para El Salvador, y en el aeropuerto consulté mi correo electrónico. "Rodolfo, necesitaba el artículo para ayer", imploraba Larissa Minsky. En los cuarenta y cinco minutos que tardó el vuelo lo redacté, llegué a la oficina y lo envié. Luego recibí comentarios positivos y cariñosos de mucha gente, y eso le agrega calidez al recuerdo.

¿Murió la concordancia?

He concluido, desde hace muchos años (a mí muchas cosas ya me pasan desde hace muchos años) que en este país la franqueza es grosería, la hipocresía virtud y la mediocridad poder. Bueno: poder político, más que poder artístico o poder amatorio, si es que estas últimas dos categorías tienen algún sentido. O poder deportivo o poder económico, pero no quiero diluirme.

Hago la salvedad, o advertencia del caso, porque sé que la reacción que tuve al hecho que aquí reseño puede fácilmente interpretarse como de grosería. Esa reacción (paciencia, ya explico), y el hecho de incluir esta entrada en la categoría de anécdotas de este blog.

Pues resulta que tuve el honor de recibir del Ministerio de Cultura y Juventud, MCJ, una invitación a participar como conferencista en una, así llamada, “Fiesta de las letras” (yo aquí le quité la mayúscula a “letras”), que será parte del XIII FIA (Festival Internacional de las Artes), previsto para del 15 al 22 de marzo del año venidero.

Ahora va lo increíble (“lol”, abrevian los ingleses): dicha conferencia se habrá de llamar, salvo nuevo aviso, “La ciudad y la palabra visto desde la práctica de la escritura”.

Hice acopio de modales y sentido de la diplomacia (poco desarrollado en mí, creo), y con la misma advertencia que hago en el segundo párrafo de esta nota, envié una respuesta a la estimable funcionaria del MCJ que me remitió la invitación.

Al agradecimiento por tomarme en cuenta agregué: “me permito indicar que hay un error de concordancia elemental en el título de la conferencia, debería ser “La ciudad y la palabra vistas desde la práctica de la escritura”, y con todo respeto les sugiero que corrijan ese error”.

Supuse que al día siguiente vendría una apresurada respuesta: “Ya corregimos el error, señor Arias, qué pena”. Soy un optimista incorregible, concluyo aquí, porque al respecto el silencio cubre como un manto el “Inbox” del “Gmail”, hasta la fecha.

Mientras tanto, las interrogantes continúan picando como bolitas de ping pong:

¿Cómo es posible que el título de una conferencia que estará en la agenda de una “Fiesta de las letras” tenga un crudo error de concordancia?

¿Cómo es posible que en el ente rector (digo, en teoría) de la cultura (lo que eso sea) de mi país no haya habido funcionario alguno capaz de detectar ese error?

¿Será que el que está fuera de época soy yo, y que las concordancias de género y número entre sujetos, verbos y predicados ya “no aplican”?

Tal vez es que esto último están pasando, y que los reglas gramaticales tiene el día contados y las personas viejo como yo visto como un todo integradas han ido a dar al canastos del olvido también llamado las baúles o el gavetas de las recuerdo.

lunes, 17 de octubre de 2011

Manos de mujer

Publicado en marzo de 2007, "Tinta Fresca", Revista PROA, La Nación


La boca, por sí sola, no puede besar.

Una guía de cómo hacer todo tipo de nudos para mi papá, una novela de Umberto Eco para mi mamá. Regalos de última hora, que a veces son los mejores. Mañana es navidad. Espero a que me envuelvan los libros. Una muchacha hace los paquetes. Corta papel de un rodillo, hace un doblez, luego otro y otro, va poniendo cinta adhesiva. Después ata con cáñamo, toma una hebra de fibra, hace un lazo y lo acolocha pasando la tijera de canto.

Me entretengo con sus manos, mirándolas discretamente desde el fondo de la fila. Habrá hecho más de cien paquetes este día. Hará otro tanto antes de poder descansar. Precisión y sutileza. Un dedo aprieta el borde del papel, otros sostienen el libro, el pulgar y el índice de la otra mano aportan el pedazo de cinta adhesiva. Y luego vienen los nudos, los lazos. Diez dedos vueltos una orquesta, tocando música silenciosa. Los hermosos paquetes se amontonan, caen dentro de bolsas plásticas, son llevados de prisa. Muchos serán abiertos de un tirón.

Delicadeza. De mujer, agrego en mi mente. Finura, gracia. Lo pienso y de inmediato imagino una feminista de línea dura. La delicadeza no tiene por qué ser femenina, reclamaría. Los hombres también podrían hacer paquetes de regalo, y no los hacen porque no les gusta. A nosotras tampoco, pero no nos queda de otra. Es que tenemos los dedos más gruesos, diría yo. Y somos más torpes. Claro, diría ella. Son más torpes porque nunca practicaron.

Me quedaría callado, soy pésimo para discutir. La fila avanza muy despacio: cuatro o cinco libros por cliente. Qué hermosas. Son más finas que las nuestras, por eso sus dedos parecen más largos. Me encantan así, sin anillos y sin pintura en las uñas. Y si uno no puede decir que un atributo de las manos de una mujer es la exquisitez con la que, por ejemplo, hacen un paquete de regalo, ¿qué será entonces lo que sí puede serlo?

Me voy acercando poco a poco. Miro con más discreción. Ella está muy concentrada pero podría percatarse. Esas manos habrán estado sobre las mejillas o entre el pelo del que ella ama, mientras lo besa. Bien es sabido que sin manos y sin ojos la boca no puede besar. ¿Habrá una manera femenina de acariciar?

Yo qué se. Pero me consta que las manos de ellas pueden ser un pedernal en la noche más derruida, capaces de amasar la arena del tiempo, darle de beber olvido al más sediento de perdón, ser llovizna que apacigüe dragones, capullo donde la esperanza se convierta en libertad.

Días más tarde lo pienso aquí: en la playa, donde cae la noche, frente a la mar.

P.S.
Este artículo lo escribí en enero, o febrero, de 2007; lo pensé en la playa de Pocitos, Montevideo. El verano estaba en lo más y mejor, y yo en lo peor: se iniciaba la más dura experiencia laboral de mi vida, que arrastraría ese año entero. Hoy, casi un lustro después, miro Punta Carretas erguirse como una gran espina de tierra en el pardo lomo inquieto del Río de La Plata. Sé que cuando estaba allá, escribiendo de espaldas a la ciudad, acababa de pasar Navidad acá en Costa Rica; sé que ahí, sentado en una roca, los dedos finos de una mujer desconocida le daban sentido a ese atardecer.

¿Tienen "La vorágine"?

Alguien publicó en “Literofilia” una mención a La vorágine, la célebre novela de José Eustasio Rivera. Si bien fue publicada en 1924 o 25 (según indica la Wikipedia), no ha perdido su vigencia; más aun, parece recobrarla con la crisis social y política colombiana de hoy día.

Fui, en esos días, a Cinépolis en Terramall, supongo que movido por “El regreso”, que será objeto de otra anotación en este blog. Mi copia de esa novela (la habré leído en secundaria) ha mucho desapareció, y por dar tiempo a la película entré a la Librería Internacional. Sucedió este diálogo, aunque Ripley no lo crea:

- Buenas…

- Sí señor, ¿en qué podemos servirle?

- ¿“La vorágine”, tienen “La vorágine”?

- ¿Es un libro?

- Sí, una novela, ya clásica. Es de José Eustasio Rivera, colombiano.

- Déjeme ver… -, dijo el solícito empleado de la librería, yendo hasta la computadora a consultar. Digitó y digitó, con el índice y a veces con el corazón.

- Mmm… no -, musitó al cabo-, no la tenemos.

Me asomé a la pantalla, y rápidamente localicé el cuadrito de búsqueda. Decía “laboragi”

- No, disculpe -, intervine -, no es así, es “La vorágine”, con v de vaca. “lavorag…”, digitó.

- No, dos palabras.

- Ah… -, y digitó “La voragini”

- Vorágine.

Digitó “La voragine”.

- Vorá…

- ¿Cómo?

- Vorá… tildado en la a, es esdrújula.

- Ay, señor, qué difícil.

Al cabo pudo por fin escribir “la vorágine”, así, sin la mayúscula. Presionó “Enter”, sudoroso, y “el sistema” dio el veredicto previsto: el libro no estaba, ni siquiera existía en el catálogo de la augusta cadena donde algunos libros se venden en modalidad de queso burguesa.

Polémica trunca sobre música


Un querido amigo es amante de la música clásica, especialmente la de piano; él es un virtuoso. Intenta, desde hace algún tiempo, ampliar mi cultura sobre el género, enviándome enlaces a conciertos de pianistas famosos, y referencias a obras inmortales de Chopin, Schuman, Liszt, etc. Luego estudiamos las piezas en su piano. Es una experiencia mágica.
Sin embargo, nuestra visión sobre la música da pie a la polémica: él maneja las dicotomías “clásica-popular”, “culta-vulgar”, “seria-informal”, etc. Yo profeso una visión integral, donde Bob Marley no desmerece frente a Bach, McCartney ante Beethoven o Silvio Rodríguez junto a Chopin. A un correo electrónico que él me envió, titulado “perorata sobre la música”, y en el que destacaba la idea de que un chachachá es en esencia “para tontos”, redacté la “contra-perorata” que sigue. Va como la envié, sin revisión especial. Y, como lo indica el título de esta entrada, de alguna forma logré que la polémica no siguiera. A estas notas él respondió con un afanoso silencio.


El tema de la música es, en efecto, pantanoso. No por que haga trampa o porque carezca, en esencia, de solidez. Más bien por insondable, por no dejar a la mente que trabaje con una frontera clara, con un deslinde que la tranquilice. Me decía, hace mucho, un antiguo amigo y colega de computación y literatura, que la mente, en un patrón cultural estándar, trabaja con "jerarquías de afinidad", para organizar la experiencia, para destilar ese producto final del proceso cognoscitivo que cabe llamar "conocimiento". Por ejemplo: es más perro un pastor alemán que un chihuahua. Así sucede en música. Para vos es más música una balada de Chopin que una balada de McCartney. Y, quizá, te parece que es "más música" la que se toca en un teatro, frente a un público que está sentado formalmente, que salvo contadas ocasiones tiene derecho a palmear (como he visto en teatros europeos hacer con la marcha del Toreador, de Carmen), y que - muy culto - no interrumpe con aplausos entre movimiento y movimiento, porque conoce, entiende, y sabe que la sonata en cuestión tiene las partes que tenga y se espera paciente hasta el final. O, es "más música" la que se toca con partitura, del mismo modo que un literato puede pensar que es "más poesía" la que tiene rima.

Varios ejes de caracterización (y por ende de "jerarquización") mencionás en tu "perorata". Uno sería la incorporación (o no) del cuerpo al escuchar la música. Es decir, bailar o no. Digamos que es el eje "sanguíneo-muscular". 
Otro eje sería, obviamente, el literario. Es decir, el carácter que tenga la letra asociada a la música, toda vez por supuesto que esta sea cantada. Aquí es donde el "derecho a lo subjetivo" del que escucha tiene no menos validez o peso que con respecto a la música como tal (vale decir, al sonido, independientemente del aspecto verbal que lo acompañe), y acudo al mismo ejemplo que vos me diste. Un tipo grosero, ramplón, pachuco, machista, mal músico (eso sería fácil de desbrozar) como Arjona es evidentemente inferior a un Fito Páez (excelente pianista, arreglista, y en mi opinión un poeta aceptable -no le doy mejor nota porque sus letras, muy rioplatenses, son confusas a mi modo de entender-), y por supuesto inferior también a un Silvio Rodríguez (que sería un poeta famoso aun si no hubiera musicalizado sus textos, y como compositor es extraordinario) o a un Joan Manuel Serrat (de méritos similares a los de Silvio)
Un tercer eje que señalás admite en mi opinión varios espectros: inmediatez/profundidad, simplicidad/complejidad, facilidad/dificultad, etc. ¿Qué tanto se tarda en apreciar la obra? ¿Cuántas veces hay que oírla? ¿Cómo es "por dentro"?, y con esto me refiero a su armadura, armonías, ritmos, es decir, al aspecto estructural que sólo un conocedor puede desentrañar.  
Un cuarto eje, que no mencionás en tu correo, pero que sí predomina a mi entender en tu gusto musical, es el carácter de clase. Me ubico: en el siglo 19, las aristocracias europeas, junto con las burguesías surgidas tras la revolución francesa y revolución industrial inglesa, consolidan un gusto musical que se nutre, entre muchos otras fuentes, de la música cortesana y eclesiástica previa (Bach, siglo 18, por citar el ejemplo paradigmático), y que conforma ese crisol donde un Liszt será el primero en consolidar/institucionalizar su carácter, según me comentabas la última vez: el director, la orquesta sinfónica, el concertista,el teatro, la gala. Desde entonces, esa "norma" determina la música de clase, vale decir "clásica". Por oposición está la "popular", acompañada de diversas tonalidades a cuál más peyorativa: para "tontos" (tu papá), para "bailar", para "la gente", "simple", "intrascendente", "no escrita", etc. A lo sumo, esa nomenclatura admite que en otras partes del mundo haya habido, durante mucho tiempo (un primer requisito), una clase dominante (segundo requisito), que haya desarrollado una cultura musical "refinada" (tercer requisito, más irritante que los anteriores), y por ende admite una categoría tal como "música clásica china".
Ahora mi visión-opinión respecto a cada eje:
1. Sanguíneo-muscular, s-m. No me jerarquiza nada. Música s-m puede ser muy buena o muy mala. Un clásico como "Llorarás" de Oscar De León es muy bueno. Yo lo escucho y en efecto me dan ganas de bailar. Lo analizo y veo la maravilla de la salsa, donde, como su nombre lo indica, se mezclan varias corrientes y géneros, entre ellos el jazz, con particular énfasis en los vientos. Sólo la línea de un bajo como el de "llorarás" ya lo asombra a uno. Mi amigo Raymi Fernández (dominicano, un gran tipo, consultor en informática, y además músico, bajista para ser más precisos) me hablaba de lo complejo que es el bajo en la salsa. 
En síntesis: la música s-m sólo establece una categoría, un tipo, no es superior o inferior. Leí por ahí alguna vez que Bach compuso los Brandemburgos (algunos movimientos de esos increíbles conciertos) con la ilusión de que la gente se pusiera a bailar.
Aquí va el enlace: 
 Oscar De León:
2. Literario. Este por supuesto que sí determina mejor o peor calidad para la música. Una letra tosca, repetitiva, carente de toda imaginación o sutileza (Arjona sería el más tristemente célebre ejemplo), una letra populachera pero llena de imaginación (José Alfredo Jiménez, con cosas tan bellas como "a mí las estrellas me iluminan al revés"), o un poema de Machado ("todo pasa y todo queda", Serrat: http://www.youtube.com/watch?v=Lj-W6D2LSlo), o uno de Schiller (Beethoven, Sinfonía Coral), me darán por supuesto una jerarquía. Es la magia que pueda haber entre letra y ritmo, entre forma y contenido. "Mujer, no llores, acuérdate de cuando solíamos sentarnos en el parque del gobierno, en Trenchtown" (Bob Marley, con ritmo  lento, ritual, cuya introducción por alguna razón siempre me remite al inicio de la Tocata y Fuga de Bach: http://www.youtube.com/watch?v=64QkD5pBWWE&feature=related
3. Complejidad-dificultad-lentitud de asimilación. Aquí no sé, no creo. La melodía más famosa del mundo (mi-mi-fa-sol-sol-fa-mi-re-do-re-re-mi-mi-re..., Beethoven, tema de la novena, cuarto movimiento) es extraordinariamente simple. Los Beatles son extraordinariamente simples. Bach, King Krimson, Stravinsky, pueden ser sumamente complejos. En cualquier género me he encontrado obras que me cuesta mucho asimilar al inicio, pero que con el tiempo llegan a gustarme profundamente. "Budapest", de Jethro Tull, rock progresivo, es un ejemplo típico. La consagración de la primavera es otro. Mi ignorancia (que me estás ayudando a empezar a subsanar) en música clásica me impide armar una lista más amplia de ejemplos. Sí tiene que haber, un "catch" desde el inicio, por más compleja que sea la obra. Algo que te diga: seguí explorando, hay más sorpresas...
4. Clase de la música, y en particular que sea de la clase "clásica"; valga la redundancia. Respeto esta opinión, y por supuesto no puedo, ni nadie en su sano juicio lo haría, negar la belleza, superioridad (en muchos aspectos) de las obras más famosas del género así llamado. Pero es con mucho el eje más ideológico, y sí me molesta (hay genes de izquierda que aun conservo) el demérito que los clasicistas hacen, tan apriorístico, de las demás formas musicales. 

Lo demás es misterio. ¿Por qué una obra, musical o plástica o literaria me gusta a mí y a muchísima gente y se vuelve universal (prefiero "universal" en vez de "clásica" por los motivos ya apuntados), y no se debilita al paso del tiempo? ¿Por qué se sigue escuchando intensamente a Mozart, a Agustín Lara, a Chopin o a los Beatles?
Hay una energía vital (espiritual diría mi amigo José Rafael Echeverría), que se nutre de armonía, claridad, fuerza, convergencia (me acuerdo de Vernor, hablando de sucesiones "bien portadas", y la música es una supra-sucesión), hay una facilidad, una lógica. A Bob Marley como a Paul McCartney o a Mozart o a Beethoven la melodía les salía, les manaba, incesantemente. Podían componer maravillas todos los días. ¿Por qué? No sé, pero Renoir podía pintar maravillas hasta muy viejo, artrítico, con el pincel amarrado a la mano con un trapo.
Luego, hay historia. Si la música clásica no se hubiera desarrollado así como la conocemos hoy, si los negros no hubieran sido llevados de esclavos a Brasil, si Latinoamérica no fuera un continente... (¡qué clase de mega-factores!) no sería posible la fusión de baile, clasicidad, popularidad, y otros elementos que me han maravillado, con la orquesta joven de Bahía, mirá:

Y bueno, en algún momento tenía que parar esta "perorata", que al inicio no sospeché que fuera a ser tan larga. Me pongo ya mismo a escuchar todo lo que me has sugerido, un abrazo.

Asombro por la madre


Su tenue, insondable, rebeldía contra el caos.

Hay en el mundo trillones de átomos que comparten una curiosa circunstancia: son yo. Al iniciar la escritura de este artículo son unos; al terminar esta oración ya son otros. Y así palabra tras palabra, y todas y cada una de las veces que alguien lo lea: otros. Notable, me parece. Nunca ceso de aspirar y espirar, de sudar, excretar, en suma, de renovarme.
Que esos átomos puedan combinarse en moléculas, proteínas, células, fluidos, tejidos y órganos, y con ello constituirme, es una maravilla. Y aún más el hecho de que esa compleja estructura pueda tener intenciones, recuerdos, sueños. Que sienta el paso del tiempo, sin ser jamás la misma. Que exista durante un buen puño de años, ay con suerte un siglo.
Si lo anterior es para quedarse boquiabierto, mayor asombro deja el percatarse de que uno se formó dentro de un ser de naturaleza similar, otro cúmulo de partículas tan efímero y transitorio como uno, tan frágil y destinado al olvido como uno. Y, dentro de su tenue, insondable, rebeldía contra el caos, un ser capaz de haberle dado a uno su esencia, tras combinar su propia información genética con la que venía en un espermatozoide que ganó la maratón de Nueva York.
Ya eso sería suficiente para corear con Violeta Parra: gracias a la vida, que me ha dado tanto. Pero en este punto el portento apenas empieza. Ha de recorrer un increíble camino que irá desde la primera vez que uno succionó la teta, hasta cuando esa madre, ya vieja, le diga a uno, también ya viejo, “m´hijo, ¿tenés hambre?”, y con sus manos octogenarias y una sonrisa sin edad proceda a preparar unos huevos fritos como sólo ella sabe hacerlos, y servírselos con arroz que tiene algo de corroncha y un poco de caldo de frijol… como solo ella sabe hacerlos.
Y otro camino que irá desde la primera nalgada hasta un “cortate esas mechas, ya se te ven feas”, o desde la primera canción de cuna hasta unas líneas de Machado o de De Bravo que, justo ayer, la conmovieron por enésima vez.
En suma, un camino de caminos, hecho del alma y del espíritu, esos entes inmateriales en los que sí creo, porque están confinados al cuerpo y entonces sí son materiales aunque se escondan en quién sabe qué rincón o aunque lo sean todo: los ojos que no se apagarán aunque un día se apaguen, las manos que no fatigarán la caricia, la voz que conocerá de memoria los caprichos del oído del otro y sabrá entonces qué decirle para que una vez, todas las veces, siempre, entienda cuánto lo quiere: uno, a su madre, y ella, a uno. 

Si Dios existiera

Artículo publicado en "Tinta Fresca", revista PROA, La Nación, septiembre 2010.


Pero… ¿cómo haría para mostrarse?

Creo que, si Dios existiera, su primer tema de agenda sería aclarar el punto, porque le parecería una terrible injusticia tenernos en ascuas, siglos y siglos debatiendo su naturaleza.

Le sería inadmisible que algunos creyeran en él y que otros no, que unos se lo imaginaran violento (“el señor de los ejércitos”), otros un bucólico criador de ovejitas (con eso del “cordero de Dios”), y otros más proclive al suicidio sagrado, con yihad y coches bomba.

Además, si se manifestara de modo fehaciente las ganancias serían inmensas. Para empezar, dejaríamos de pelear por eso. Bien se sabe que las guerras entre religiones han sido las más cruentas. Por si fuera poco, ya no se requerirían sacerdotes porque todos conocerían lo suficiente acerca del creador, y sobre todo no habría que devanarse los sesos con arduas especulaciones sobre la esencia del tiempo y del espacio.

Iluminados por fin, los humanos tendrían un rumbo preciso. Por ejemplo, Dios nos podría decir algo así: “la eternidad está en ustedes mismos. El cielo está al final del camino, y ustedes lo han venido recorriendo desde que los creé”

Después agregaría, entusiasta: “Al inicio sólo gruñían, luego aprendieron a hablar y por primera vez tuvieron memoria colectiva. Luego escribieron, y esa memoria persistió. Después hicieron libros, y la memoria se propagó, tuvieron bases de datos y la memoria se amplió, al cabo las enlazaron con Internet y la memoria se hizo dinámica y universal”.

“Vean como ya han hecho un mapa del genoma”, continuaría, “y pronto tendrán el del proteoma, y con eso sabrán tanto sobre la entelequia bioquímica de sus cuerpos que podrán mejorarlos drásticamente. Ya viven en promedio el doble que al principio, ochenta en vez de cuarenta años, sigan adelante y verán cómo llegan a muchos más”.

Hasta ahí muy bien, pero… ¿cómo haría para mostrarse?

Me he quedado en un cilindro. No le bastaría con la belleza que nos circunda: los celajes, el verdor de los montes, el asombro que las cosas elementales dejan. Esto va en cursivas porque es del maestro Borges. Y además tendría que confesar que no todo le salió bien: huracanes, terremotos, enfermedades…

Igual podría pasarle con el amor o la música, ¡le diríamos que también hay ruido y odio, y que es creación nuestra, no suya! Si se nos metiera a todos en la mente acudiríamos al siquiatra porque tenemos alucinaciones. Si se materializara como un OVNI, un Terminator o un Godzilla, le iría peor…

Por eso: ¿cómo haría? No sé, no tengo la menor idea. Pero sí debería estar tratando, así espero, al menos.


P.S.

Madre trató de irreverente este artículo. “Atrevido”, sugirió también, dudosa. Creyente ferviente y congruente (para que salga en verso) no hallaba el término que aclarara y justificara su azoro, su estremecimiento.

Fue, con todo (y como era de suponerse, viniendo de ella), la crítica más condescendiente que recibí de feligrés alguno. El texto pretendió señalar la intolerancia del religioso (inveterada, empedernida) y con pocas excepciones –como una que muestro más abajo - los correos que recibí corroboraron mi hipótesis; ya que no mi demostración. Aclaro: nunca quise demostrar nada, nadie ha podido en este terreno más que sentir y pensar. De una parte, fueron correos que enriquecieron mi catálogo de insultos (uno de tantos carcaj que debe, supongo, poseer un narrador), de otra parte se reiteraron en su encono, con monótono acorde. No he corregido horrores ortográficos o gramaticales.

De José:

“Me permito decirle que Dios existe; y se lamenta de permitir criterios vacios provenientes de personas ignorantes como usted. Así como aplica su derecho de expresión, lo hago de igual forma por este medio, personas carentes de valores son las que corroen el pensamiento del ser humano imaginandose que la funsión de la evolución y el conocimineto ha sido exclusiva del mismo. La retorcida y transtornada mente de estos seres que no creen en Dios sólamente hacen de nuestro entorno un ambiente sin valores y carente de buenas costumbres

De Joshua:

“La pregunta que titula su escrito se encuentra llena de ignorancia y le voy a explicar el motivo…”

“No permitamos que Satanás se fortalezca con este tipo de publicaciones. Deberíamos utilizar estos espacios para construir. Suficiente gente perdida hay en este mundo como para dar alas a mas libertinaje

De Pablo:

“Sirva el medio para expresarle mi opinión acerca del "artículo" publicado por ud en el diario La Nación, de verdad que tenía tiempo de no leer algo tan estúpido , y lo peor es que no fue gratis; tuve que comprar el diario para haber perdido mi tiempo y dinero con un artículo tan light , tan pobre , tan ridículo y sobretodo tan irrelevante. Que peligroso resulta que gente como usted tenga ese cierto poder para poder publicar cosas tan vanales y fantasiosas , tan carentes de sentido común o de realidad . Casi que lo que leí pensé que era una nota escrita por algún esquizoide en plena crisis con delirios místico religiosos. Doy gracias a Dios que exista la libertad de expresión en mi país para poder manifestarle mi total aborrecimiento a lo que publicó, y sobretodo recomendarle generar algún tipo de notas con un mínimo de sentido común y una pizca de relevancia

De Peter:

“Si dios existiera...refleja nuestro afán por encontrarle respuesta a todo y encasillar dentro de un mundo supuestamente lógico y positivo todas las cosas, aún aquellas que no responden a la forma en que supuestamente creemos entender la realidad...y la ciencia, por no logra entender ni encasillar esos eventos, los ubica como procesos "irracionales" , "subconscientes", "subjetivos"... una verdadera autopista tan ancha como la galaxia, donde cabe todo lo que no entendemos

Del Dr. Carlos S:

“He leído con cuidado dos veces su artículo de hoy de la Nación. Excelente desde todo punto de vista. Esa inquietud la he tenido ya por muchos años y muy probablemente millones de personas de este planeta. Por ejemplo Epicuro hace más de dos mil años afirmó: " dioses? Tal vez los haya. Ni lo afirmo ni lo niego, porque no lo sé ni tengo medios de saberlo. Pero sé, porque esto me lo enseña el espectáculo diario de la vida, que sí existen, en todo caso, ni se ocupan ni se preocupan por nosotros".